El moribundo arte de Camelle
Man, ante la entrada de su casa, antes del naufragio del Prestige. Foto: mandecamelle.net

Hace diez años, la muerte tiñó de negro las costas gallegas. Los marineros lloraban de rabia e imptencia al no poder salvar su más preciado tesoro, el mar. Pero la tristeza y el dolor se fundieron en la figura de un hombre, tomado por un loco por unos y respetados por otros. Un hombre que murió de pena el mismo día que el océano quedó inundado bajo aquel espeso chapapote.

Su nombre era Manfred Gnädinger, más conocido como Man, un alemán que llegó hasta la parroquia de Camelle, en Camariñas, en el año 1962. Maravillado por la hermosura y bravura de la Costa da Morte, decidió dejar su anterior vida y comenzar una nueva alrededor de ese mar sin dueño.

Un pasado desconocido para muchos

Man era miembro de la familia más rica de la comarca de Bohringen. Su infancia estuvo marcada por la muerte de su madre, una tragedia que perduró en la mente del alemán hasta el último instante de su existencia. Tartamudo, solitario e, incluso algo "loco", como lo recuerdan en su localidad natal, fue maltratado tanto por su madrastra como en la escuela, por parte de un profesor simpatizante con el nazismo.

En su juventud, debido a la desastrosa situación económica que atravesaba su familia, tuvo que ponerse a trabajar, y pasó a ser un hábil repostero de la famosa chocolatería suiza Keller. En esta lucha diaria y efímera por convertir unos pocos ingredientes en una obra maestra de la cocina nació su amor por el arte. Comenzó a pintar cuadros y escribir poemas, dejándose llevar por su creatividad de manera autodidacta.

Recorrió parte de Italia en la búsqueda de inspiración clásica y, cuando regresó, decidió marchar para no volver a pisar tierras germanas. En esa huida espiritual llegó hasta el fin del mundo, Galicia.

Con un saber estar como nadie lo tenía en la aldea, Man fue un hombre limpio y aseado, que acudía cada domingo a misa con una puntualidad más británica que alemana. Dicen los del lugar que tuvo un pequeño desengaño amoroso con una profesora que sabía hablar inglés. Eso aportaría una pincelada de razón a su transformación en el anacoreta que daba vida a las rocas de la costa como si se tratara de un antiguo druida. Desde ese momento pasó a llamarse Man.

Su vida transcurría en una pequeña playa donde, en una aún más minúscula chabola, tenía su hogar. La fuerza para seguir con su aventura se la daba la espuma de las olas, que batían en sus obras de arte más codiciadas. Apenas comía y, si lo hacía, solamente ingería unas cuantas verduras o frutas, ya que detestaba la carne. Su única ropa la formaba un taparrabos, que apenas le cubría de aquel viento del nordeste que sigue a asolar las aguas de las rías gallegas. Le daba igual. Encontraba el calor a través de los pinceles, que tanto le servían para dar forma a un cuadro como para escribir un poema.

El museo del olvido

Fue tras su trágica muerte cuando los visitantes pudieron comprobar de primera mano la huella que Man dejó para la eternidad. Colores vivos, formas escultóricas redondeadas, o paredes decoradas hacían de este pequeño lugar un museo sin igual.

En el año 2007, se fundó la Fundación Man, que trabaja sin descanso para que este minúsculo centro mágico del arte no se pierda en el bosque del olvido. Pero su labor se vio truncada por los constantes robos que asolan de vez en cuando al museo, por las trifulcas de los principales partidos políticos gallegos por ver quien se lleva los galones y el dinero de potenciar esta obra y por el paso del tiempo.

El reloj sigue su curso sin detenerse por nada ni nadie. Y el cruel transcurrir del tiempo deshizo los vivos colores de ayer hasta convertirlos en el color grisáceo actual. Un tono semejante al de las cenizas del fallecido Man, que quiso viajar al más allá en la tierra más mágica de todas, la del puerto del que parte las almas al morir, la Fisterra mortal, puente hacia la eternidad.

Y aún a día de hoy, una década después, sus cenizas no descansan al lado de su obra, a pesar de llevarse a cabo un acto simbólico del traslado de su urna el pasado mes de diciembre.

El Museo del Alemán, cuna de un arte única en el mundo, está condenado al olvido por parte de las administraciones públicas. Su obra escultórica, que aún puede ser visitada, se encuentra en un paupérrimo estado por falta de financiación y protección.

Pero los sentimientos de un hombre perduran tras su muerte, y la huella de Man caló tan hondo en este paisaje salvaje que seguirá estando presenta hasta que sean el mar y el viento los que decidan su último momento en este mundo.

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