Esta es la historia de un copo de algodón que impulsado por el viento de su rama se escapó, sobrevolando un campo en el que en unas condiciones que vulneraban los derechos humanos, se dejaron media vida sus antepasados. Y transfigurado en nube, en tormenta y rayo, creciendo en el óvalo de los estadios, uno de los más grandes atletas que la humanidad ha conocido, dio una enorme lección al mundo.

Su leyenda que rompió cadenas voló en cada una de sus zancadas, el 3 de agosto de 1936, Owens ganó en Berlín su primera medalla de oro olímpica; el día 4, la segunda; el día 5, la tercera, y el día 9, la cuarta. Nieto de esclavo e hijo de un granjero y el viento; de origen afroamericano pero natural de Danville, Alabama, fue un joven predestinado a retar al mundo y al racismo con su descomunal y portentosa naturaleza física. Jesse hizo pasar momentos incómodos al Fhürer, que había proyectado los Juegos como la sublimación de la supremacía de la raza aria.

Era el séptimo de doce hermanos, con siete años ya trabajaba recogiendo algodón en los campos de los terratenientes blancos. En los escasos momentos de ocio hacía lo único que los chicos podían hacer en su tiempo libre en Alabama: correr. A los ocho años se trasladó a Cleveland, Ohio, y al preguntarle su nombre el primer día de escuela, la profesora entendió Jesse cuando había pronunciado J.C. Iniciales que junto al apellido Owens, sirvieron para constituir el nombre con el que pasaría a la historia.

El más veloz del mundo

En Cleveland la vida no fue menos dura para Owens, que tuvo que ayudar a sus padres trabajando como dependiente, cargador de camiones o ayudante de zapatero. Desde pequeño trabajó duro, pero sus genes portaban la extrema velocidad y elegancia de una gacela de Thomson, también la plasticidad en la carrera y el hambre de un implacable cazador como el guepardo. Aptitudes que no pasaron desapercibidas para Charlie Riley, su descubridor y aquel que junto a Harrison Dillard (atleta de Cleveland), le enseñó a ser y convertirse en un atleta irrepetible.

Una excelente actuación en los Campeonatos Interescolares de Chicago, le abrió las puertas a la Universidad de Ohio, donde comenzó a pulverizar marcas mundiales, concretamente en "Big Ten" de Ann Arbor en 1935, donde en menos de 45 minutos batió tres records mundiales e igualó el de cien metros lisos. Jesse era el mejor atleta de su generación, pero esta circunstancia no era suficiente como para recibir el trato adecuado a su grandeza. Era negro y como tal, su vida se veía restringida por el segregacionismo racial que vivían los ciudadanos de color en EEUU.

La amistad con Lutz Long

Jesse únicamente se sentía libre corriendo, la comunidad negra de EEUU sufría la desencarnada y absurda fiereza del racismo, y las Olimpiadas de Berlín de 1936, organizadas por el régimen nazi, se presentaron como gran oportunidad para dar una lección a todo el mundo. Y en aquel escenario, ‘el Rayo de Alabama’ con la naturalidad de su talento y el calor de la amistad, moldeó su gran sueño. Un sueño que vivió junto a su mejor amigo: Lutz Long, excepcional atleta alemán de raza aria, que antepuso su admiración y amistad a cualquier otro tipo de circunstancia. Long llegó incluso a darle valiosos consejos en la prueba de salto de longitud, gracias a los cuales logró pasar la final y derrotarle en la misma. Por ese gesto y dadas las circunstancias de la época, Long recibió la medalla al espíritu deportivo, máxima condecoración olímpica, a título póstumo.

Una fascinante historia de amistad que vivió su momento más álgido durante la Segunda Guerra Mundial, en la que Long combatió con el ejército alemán y fue herido en la invasión de Sicilia, muriendo posteriormente. Fue entonces cuando Owens no le abandonó y se hizo cargo de la educación del hijo de Lutz, mientras trabajaba como botones del Waldorf Astoria de NY. Una bonita e inquebrantable historia de amistad que rompió todas las barreras ideológicas y que Jesse vivió así: “Podrían fundir todas las copas y medallas que he ganado, pero no valdrían tanto como la amistad de 24 quilates que tuve con Lutz Long en aquellos momentos“

Un hombre transfigurado en rayo

Esta, la bella historia de una carrera hacia la leyenda e igualdad, su primera señal de salida: ¡En sus puestos! Owens coloca sus manos en el límite de la línea de partida, en la prolongación de los brazos, extendidos y paralelos. Sus pulgares separados hacia el interior y los demás extendidos hacia el exterior. La rodilla de la pierna rezagada en contacto con el suelo. La pierna de impulsión colocada adelante, con el pie sólidamente apoyado. Los dos pies, bien apoyados, los dos hombros bien situados en la vertical de las manos y la mirada clavada en el suelo.

Sobre el silencio del Olímpico de Berlín truena un disparo directo al corazón de la Alemania nazi y a la segregación racial norteamericana. Jesse sale como una centella y bracea armoniosamente al ritmo de su indómita carrera. En la fase de aceleración no se ven sus zancadas, por un instante cree tener alas, pasa como un cometa junto a la figura de Lutz Long, ario que no cree en cábalas y le profesa gran admiración. Ambos buscan la cinta de la gloria en el Olímpico, pero solo uno de ellos viaja hacia la eternidad de la leyenda. En la fase de velocidad estabiliza la zancada y a unos 90 metros, la fatiga muscular le obliga a desacelerar, aunque en menor medida a la de todos sus rivales.

Owens arrasa y asombra al mundo, los alemanes se enamoran de su fibroso cuerpo de gacela, que inclinado sobre el suelo, en un ángulo de 45 grados, proyecta la energía cinética de sus pies voladores y la energía motora de sus poderosas piernas. Cuádriceps, gemelos y femorales de acero, camuflados en un cuerpo de ébano. Jesse establece tres records olímpicos, dos mundiales e iguala el anterior record en 100 metros lisos. Cuatro medallas de oro en cien y doscientos metros lisos, salto de longitud y cuatrocientos metros por relevos, elevaron su leyenda junto a la de los Dioses del Olimpo convirtiéndole en el rey de aquellos juegos. La cuarta medalla conquistada el histórico 9 de agosto de 1936, en una controvertida prueba porque el presidente del Comité Olímpico estadounidense, Avery Brundage, estuvo a punto de privar al mundo del deporte de uno de sus momentos más legendarios en toda su historia.

Brundage tenía previsto que en la final de la prueba de relevos correría un cuarteto de pura raza blanca, pese a que tanto Metcalfe, como Owens, por marcas habían conseguido entrar en el equipo. Esta, una de las versiones que circulan de aquella controvertida historia, puesto que la otra apunta a que el entrenador Dean Cromwell y Avery Brundage, en un gesto de complicidad con Hitler y, para ahorrarle ver a dos judíos en el podio, sacaron del equipo a Marty Glickman y Sam Stoller, los dos atletas judíos estadounidenses, que no participaron en ninguna prueba. Lo cierto es que la gran rival era la por entonces poderosa Holanda y que el concurso de los dos atletas de color fue crucial para ganar el oro y por extensión la tremenda gesta del “Rayo de Alabama”. Gesta que no pudo ser igualada hasta que en 1984 lo hiciera Carl Lewis, el hijo del viento.

Cuatro oros y dos batallas vencidas

Jesse Owens obtuvo un legendario póker de medallas y aunque la animadversión de Hitler sobre Owens se ha mitificado sobredimensionándose con el paso de los años, se puede considerar que venció dos batallas, la primera contra su propio país, en el que por su color de piel y, la segunda ante la Alemania nazi, que se rindió a su talento y le vitoreó por las calles de Berlín. Sobre su historia se construyó entonces el mito que genera controversia aún hoy día, pues cuenta la leyenda que en el palco Hitler frunció el ceño, pues esperaba la victoria de Lutz Long, aunque ya había sido informado de las virtudes de Jesse Owens. El atleta de Alabama arrasó y el mito sitúa al Fhürer abandonando enfurecido el palco, rehusando saludar al atleta estadounidense.

Aunque no se puede discutir el hecho de que Hitler utilizó el evento deportivo como elemento de propaganda de la superioridad de la raza aria sobre las demás, al parecer sí que se produjo aquel saludo, (en privado) pues el propio atleta lo contó en sus memorias. En todo caso en el seno del partido nazi no sentó nada bien la victoria de Owens, puesto que desde el inicio del Campeonato, Hitler se dedicó a aplaudir únicamente a los atletas alemanes. Hecho por el cual el COI le aconsejó que aplaudiera a todos o a ninguno, opción que acabó tomando.

Para todos nosotros siempre será una leyenda, pero para los poderosos de la época no fue otra cosa que una piedra en su zapato. Cuando regresó a su país, poco o nada cambió, aquel héroe de color siguió sin poder subir a los autobuses de los blancos, debido a la política oficial de segregación racial. El por entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, el presidente más progresista de los EEUU, jamás le otorgó el trato que merecía un deportista de su calado y leyenda. En plena campaña electoral evitó recibirle en la Casa Blanca por temor a las reacciones de los segregacionistas estados del sur.

Luego se ganó la vida como pudo, participó activamente en programas de atletismo para la juventud, y en 1970 publicó su autobiografía, "The Jesse Owens Story", en la que aclaró la mayoría de los mitos que se construyeron derredor de su figura. El atleta tuvo que esperar cuatro décadas para que un presidente de los EEUU le estrechara su mano negra: en 1976, cuando Gerald Ford le entregó la más alta distinción recibida por un deportista norteamericano, la Medalla de la Libertad. Aquella sensación que siempre experimentó al correr, desde que un buen día se convirtió en copo de algodón con el color de la noche, y que impulsado por el viento, se escapó de su rama. La vida en diez segundos del “Rayo de Alabama”, el color de la leyenda, sellada un 9 de agosto de 1936 en el Olympiastadion de Berlín, muy lejos de los campos de algodón y en la equidistancia del racismo.