Tres minutos antes de las doce del mediodía el juez apuntó al cielo y disparó. Solo sesenta y nueve de los noventa y ocho inscritos se habían presentado en la salida. Únicamente treinta y cinco conseguirían llegar a meta.

Los quintos Juegos Olímpicos de Estocolmo habían transcurrido sin grandes incidentes hasta aquel 14 de julio de 1912. Hacía un calor asfixiante. Con 32ºC a la sombra y un estadio abarrotado, los atletas se cubrían del sol con telas anudadas a la cabeza. Alguno incluso llevaba prendas de abrigo cubriéndole todo el cuerpo.

Dieciocho días antes Kanakuri había salido de su pueblo natal (Tamana) y había emprendido el viaje por la estepa rusa a lomos del Transiberiano. El viaje fue tan duro que necesitó cinco días para recuperarse y ponerse en plena forma. Un viaje largo en el que tuvo muy presentes a todos los ciudadanos de su país, Japón, que tantas esperanzas habían puesto en él. 

No les quería defraudar

El sol no daba tregua. Los atletas sucumbían uno a uno a lo largo de los cuarenta kilómetros de asfalto. Y es que alguien quiso que fueran cuarenta y no cuarenta y dos los kilómetros que tuviesen que recorrer. Consuelo de pocos. La hipertermia provocada por el calor y la falta de hidratación estaba causando estragos. A los treinta kilómetros un joven portugués de nombre Francisco Lázaro se había desvanecido y yacía inconsciente en mitad de la calle. Vestía con ropas de abrigo como protección para el sol. Cuando llegó al hospital su cuerpo marcaba 42,1ºC en el termómetro. Murió una hora y media después. Para entonces Kennedy Kane McArthur ya había cruzado la línea de meta con una marca envidiable y disfrutaba del champán en compañía de sus tres compañeros de podio, Gitsham y Strobino.

Una vez acabada la prueba, los jueces repararon en las listas y se dieron cuenta de que uno de los participantes no se encontraba en la lista de atletas que habían conseguido llegar a meta. Tampoco en la de abandonos. Ni en la de fallecidos. Shizo Kanakuri, el que posteriormente sería conocido como el padre del maratón japonés, estaba desaparecido.

Cuenta la historia del atletismo que, Kanakuri, desfallecido y sin el valor suficiente para abandonar, se desmayó en un incierto kilómetro de la carrera. Una familia de granjeros sueca se ocupó de él, y cuando despertó, hundido por no haber podido acabar la carrera, decidió no presentar su abandono. Volvió avergonzado a Japón y preparó con todo ahínco los siguientes Juegos Olímpicos de Berlín. Esta vez no podía fallar a su país, que tantas esperanzas había vuelto a poner en él. Sin embargo, la historia se interpuso en su camino y los juegos fueron cancelados ante la violencia de la Primera Guerra Mundial.

Ocho años más tarde reapareció para participar en el maratón de los juegos de Bélgica, con una más que digna decimosexta posición. 2 horas, 48 minutos y 45 segundos era lo que le había costado recorrer esos cuarenta y dos kilómetros.

El cronómetro de Estocolmo aún seguía corriendo para él

Bélgica (1920) y París (1924) fueron su desquite personal. Logró llegar a meta en ambas, y en Japón fue recibido como un auténtico héroe. Le apodaron “el padre del maratón”, sin saber que su marca más importante estaba aún por llegar.

Cuando en 1966 la televisión sueca dio con él, el cronómetro ya llevaba 54 años funcionando. A sus 75 años le propusieron acabar el maratón. Y así lo hizo. Con una envidiable marca de 54 años, 8 meses, 6 días, 5 horas, 32 minutos y 20,379 segundos. Por el camino, una mujer, seis hijos y diez nietos. El maratón más largo.

Kanakuri cruza la línea de meta a sus 75 años. | Imagen: Swedish TV
Kanakuri cruza la línea de meta a sus 75 años. | Imagen: Swedish TV