Orlando Ortega, un portento de 25 años que escapó de Cuba hace tres años para buscar un futuro mejor en España, acabó en la madrugada española con 12 años de sequía olímpica del atletismo español con una plata en los 110 metros vallas y rompió a llorar a mares. Viéndole en el vestíbulo del hotel Sheraton de Roma hace dos meses, su reacción parecía improbable. Ortega es un tipo serio y afable que repite decenas de veces la palabra 'tranquilo' a cada pregunta que plantea una inquietud: sus rivales, su aceptación en España, su embrollo burocrático para competir en Río. Una montaña de zozobras que escaló ayer en 13 segundos y 17 centésimas para dedicar su medalla a su padre y entrenador Orlando, a su madre en Miami, al club que lo acogió, el Cava de Ontinyent, a la Federación y a España entera.

Y sobre todo a su abuela, la atleta Cristina Echavarría, fallecida cuando era un niño. Ortega no la olvida. Bajo el tatuaje de los cinco aros olímpicos está escrito en tinta su nombre sobre su piel. "Es el motor de arranque de mi vida completa, mi inspiración día a día. Todo lo que tengo es gracias a ella", dice. Por su abuela se santiguó, alzó los dedos al cielo y susurró unas palabras antes de ponerse en los tacos. Esa medalla iba para ella. La que ganó después de una mala salida y una gran remontada.

Ortega no aprovechó la reacción más rápida en los tacos (0,127) en una final sin el campeón olímpico, Aries Merrit; ni los dos últimos mundiales, David Oliver y Sergey Shubenkov. Los dos primeros no se clasificaron para los Juegos; el tercero, paga la suspensión rusa. La puesta en acción de su cuerpo para ponerse en pie no fue la mejor. En la primera valla, seis rivales volaban antes. Cuando bajaba de la segunda, el tosco jamaicano Omar McLeod, el más rápido este año, un velocista de 9,99s en liso, ya pisaba suelo firme, como los ya clásicos franceses Dimitri Bascou y Pascal Martinot Lagarde, como el jovencísimo jugador de fútbol americano estadounidense Devon Allen. En la quinta, todos parecían ir lejos, pero Orlando, de una técnica exquisita (rara vez, como en semifinales, tira una valla) sabía que la final se adentraba en su territorio. "Se me da mucho mejor la segunda parte de la carrera, de la quinta valla hasta el final", contaba a VAVEL.

Y ahí el vuelo perfecto de Ortega sobre las vallas, entrenado todo el año, día tras día, con su padre en Madrid, emergió por fin para superar primero a Allen, después a Martinot-Lagarde y, finalmente, antes de la última valla, a Bascou, bronce en 13,24 segundos. Ya era demasiado tarde para cazar a McLeod, que abría los brazos celebrando su victoria (13,05s) mientras Ortega se lanzaba a la meta.

No corrió sus mejores 110 metros vallas. Hasta cuatro veces se ha mostrado más rápido este año un hombre que sueña legítimamente con el récord mundial (12,80s), pero abrió los brazos, cogió la bandera y empezaron a florecer los abrazos y las emociones. "Han sido tres años sumamente difíciles, aguantando mucha presión, muchas indecisiones, lo he pasado muy mal", explicaba entre lágrimas a TVE primero y a las radios después.

En su conmoción estaban todas las turbulencias que ha pasado desde que entró sexto en la última final olímpica hace cuatro años: su huída de Cuba aprovechando el Mundial de 2013, cuando no pudo rendir dignamente por sus problemas con la Federación, para quedarse en España, donde conocía a los cubanos que regularmente entrenan en Guadalajara; los trámites de su nacionalización, el rechazo de los vallistas españoles recelosos a su llegada pese a no alcanzar ellos mismos el nivel para competir internacionalmente; su ausencia del Mundial de Pekín el verano pasado, cuando era más rápido del año con diferencia y vio desde el sofá a los que se repartían las medallas, todavía ni cubano ni español; y la inquietud de no tener asegurada hasta hace unas semanas su presencia en Río por una discordancia de fechas entre la IAAF y el COI para competir por otro país, un obstáculo felizmente resuelto por los movimientos en la sombra de la RFEA ante la Federación Internacional.

Hace tres años que Ortega no ve a la mayoría de su familia y de sus amigos porque no puede volver a Cuba ni de visita. Ama la isla y su Artemisa natal, pero no toleraba que la Federación de Atletismo de la dictadura cubana mandase sobre su vida, sus carreras y sus ingresos, y se arriesgó a huir y dejar todo atrás para cumplir sus sueños. Ha tenido que esperar tres años para recibir una nueva oportunidad en España, el país en el que ha encontrado la tranquilidad que buscaba y al que agradeció la acogida envuelto en su bandera en su primera competición. Justo a tiempo de saborear la gloria olímpica bañada en plata, el primer paso para alcanzar su deseo de ser recordado como uno de los mejores de la historia. La nueva vida de Orlando Ortega ha empezado en Río, y él llora de alegría por contarlo.