España alcanzó este martes las siete medallas gracias a dos jóvenes nacidos en el extranjero. Hace cuatro años ni Marcus Cooper Walz, el nuevo campeón olímpico de la prueba de K1 1.000 metros de piragüismo, ni Orlando Ortega, el desde ahora subcampeón en los 110 metros vallas de atletismo, tenían la nacionalidad española, el país al que ahora trajeron la gloria.

Uno nació en Oxford pero lleva viviendo en España desde que tenía pañales. Hijo de padre inglés y madre alemana, y de un blanco y rubio muy europeo. El otro nació en Cuba, donde se ha criado hasta que hace tres años huyó de la isla para buscarse un futuro mejor en Europa. Es nieto descendiente de atletas y de un negro caribeño. A uno le contradice su acento español, a otro le delata su deje cubano, pero los dos son el reflejo de la España multicultural y acogedora a la que llegan extranjeros que sueñan con porvenir más esperanzador o simplemente anhelan el país del sol.

Los dos, además, afrontaron de manera muy distinta su gran jornada en el paraíso. Marcus Cooper Walz llegaba a Río como el farolillo rojo del equipo de piragüismo. Entró repescado del preolímpico y, con 21 años, sus Juegos eran los de Tokio. Nadie le exigía en su primera final olímpica, que afrontó con una determinación e inteligencia de campeón. Paleó agazapado y dio el zarpazo a todos los favoritos en la recta final. Aunque casi nadie esperase su victoria, se la tomó con la serenidad del que gana por costumbre. Quizá por los genes maternos, pareció vivir los primeros momentos como campeón olímpico con una frialdad prusiana.

Su reacción contrastó con la de Orlando Ortega. Casi obligado a las medallas tras el fallo de Miguel Ángel López en el atletismo, su nacionalización y la promesa de sus grandes marcas y su regularidad, remontó igualmente pero no pudo superar al vallista más rápido del año. Lamentó no haber logrado el oro deseoso de darle lo máximo a su nuevo país, pero sus lágrimas incontenibles y contagiosas no eran de pena sino de alegría y alivio por dibujar un final feliz a tres años de turbulencias, luchas e incertidumbres. Aunque siempre aseguró sentirse tranquilo, hasta hace unas semanas no supo con seguridad total que podía competir en Río.

Son los sentimientos, las reacciones humanas e imprevisibles que genera deporte de élite, tan caprichoso a veces. Lloraron en la tarde española las chicas del balonmano y del baloncesto casi al mismo tiempo. Las primeras, porque no podrán repetir medalla olímpica, tras dilapidar una renta de siete goles ante Francia en una mala segunda parte y una temblorosa prórroga, oponiéndose a las decisiones del árbitro y a sus propios nervios para sufrir una derrota que tardarán años explicarse. Las segundas, porque caminaron sobre el precipicio ante la inferior Turquía, casi siempre por debajo en el marcador, y solo vencieron en el último segundo, con una canasta sobre la bocina de Anna Cruz que las llevó a la primera semifinal olímpica del baloncesto femenino español, el único deporte que sigue en pie a la espera de los chicos tras el esperado derrumbe de los hombres del waterpolo ante la todopoderosa Serbia.

Hitos que aparecieron, por fin, en el estadio. Antes de la cabalgada de Ortega sobre las vallas para poner fin a 12 años de barbecho olímpico del atletismo, los jóvenes Bruno Hortelano y Sergio Fernández, sobresalientes ya en el Europeo de hace un mes, superaron sendos récords de España y mostraron el camino de la competitividad que necesita el resto del equipo. El madrileño adoptivo batió su propia marca para acceder a las semifinales de los 200 metros, dándose el gustazo de vencer a Yohan Blake y correr más rápido que Usain Bolt, una historia para contar aunque no pase de la anécdota en una primera ronda. El navarro tenía una barrera más difícil en los 400 metros vallas, porque en casi tres décadas ningún español había roto el récord nacional y él lo logró, aun sin poder meterse entre los ocho mejores del mundo.

Conjugaron el talento y la confianza en sus posibilidades, aptitudes que derrocha Carolina Marín, que entró en semifinales del torneo de bádminton y sigue sin ceder un solo set tras tres partidos. El oro del viernes está en su cabeza y pocos apostarían en su contra al verla. Son las medallas que deben elevar a una delegación que espera despegar definitivamente el jueves, fecha para la que, por ejemplo, se han emplazado Tamara Echegoyen y Berta Betanzos con sus rivales en 49er FX a una lucha a cuchillo por un oro empatadísimo que sería la única medalla de la vela española en Río. Decidirán otra vez los matices, esos que hacen que España alcanzase el martes los mismos 30 diplomas olímpicos que en todos los Juegos de Londres y se haya complicado alcanzar su número de medallas. El 30º puesto 'top 8' era paradigmático, pues llegó de un metal que se transformó en cartulina. Lo consiguieron Gemma Mengual y Ona Carbonell, quintas como se esperaba en la final de dúos de la sincronizada, el deporte que perdió dos medallas el día que despidió a Anna Tarrés. 

Eso no debe restar mérito al esfuerzo y el arte que siempre derrochan las nadadoras españolas, aunque si de valor artístico y gimnástico se trata nadie superará en Río ni en muchos años a Simone Biles. La reina de los aparatos es la mejor noticia que ha recibido la gimnasia en este siglo. Se marcha de Río con cuatro medallas de oro y un bronce, el último dorado conseguido en la final de suelo, su aparato predilecto, en el que repitió por última vez un ejercicio que ya forma parte de la gran historia del olimpismo.