Amanecía Miami todavía con la resaca del milagro de Allen cuando ya se encaraba la borrachera final. “Es una cuestión mental”, sostenía LeBron James antes del séptimo partido. Tenía razón. El subconsciente fue el epicentro de la voracidad en Miami y la decadencia en San Antonio, incapaz de contener la inercia ganadora de unos Heat espoleados por la nula confianza concedida en el sexto encuentro. Cuando James empatiza con la confianza se convierte en un monarca absolutista, justo lo necesario para extender su reinado por segunda temporada consecutiva. Por ahora.

Es una inconsciencia equiparar la trayectoria de LeBron en la misma línea de Bill Russell o Michael Jordan cuando apenas roza la treintena, pero ya baila con cifras inalcanzables para el resto de mortales en esto de la canasta. De hecho, este trío es el único que ha conseguido reeditar el campeonato de la NBA siendo el mejor de sus finales. Suficiente, al menos, para ir maquetando la etiqueta de leyenda, sólo apta para quien convierte el balón en puntos con la facilidad que cualquier ser humano tendría para lavarse las manos. Los héroes no ostentan más refugio que el éxito.

Pero antes de los elogios llovieron yunques sobre sus hombros. Nunca se puede agradar a todos, ni siquiera cuando eres el mejor jugador del planeta que, al parecer, es el requisito primerizo para ser, también, el más odiado. De poco sirve ser el humano que mayor promedio de puntos tiene en séptimos partidos de la historia (34), siempre habrá látigos que pretendan soplar sobre el montón de arena más voluminoso, pero también el más reconstruido. La exigencia de demostrar un rendimiento óptico en cada cancha propicia que los granos vuelen diez veces más rápido que lo que se arrastran al volver al cúmulo. Unas veces, demasiadas, se emplea la comparación como único rasero para calibrar una figura, algo tan absurdo como crear un híbrido entre plátano y manzana. Ambos no germinan ni en el mismo clima ni rodeados de acompañantes similares. La macedonia está sobrevalorada.

Durante estas finales se ha demostrado que, de momento, el frutero actual pertenece a LeBron. Tanto, que ha convertido a la franquicia floridana en el 22º campeón de la NBA (de 66) que levanta dos veces seguidas el trofeo Larry O’Brien y el primero que hace llorar a San Antonio, imbatible en las cuatro series definitivas que había disputado. Con o sin cinta.

Responsable de 37 puntos y 12 rebotes en el choque decisivo, James, acostumbrado a despejar cielos nublosos, estuvo flanqueado por un Dwyane Wade (23+10) melancólico de su primer anillo y Shane Battier (18 puntos, todos encadenados de tres en tres), que fue salvavidas durante la marea brava del segundo y último cuarto. Miami aniquiló cualquier tentativa texana desde el perímetro, llegando a la conclusión del partido con 12 triples, 11 de los cuales salieron de las yemas de LeBron y Shane. Fue dinamita en la fachada de Spurs, sostenida únicamente por Leonard (19+16) y Duncan (24+12) para acabar derruida merced a la inconsistencia de Ginóbili (4 pérdidas), Parker (2) y Green (2) tanto en control de bola como en eficiencia en el tiro: entre los tres 10/36 (27%). La pelota parecía untada en mantequilla en manos de San Antonio.

El partido concluyó de la misma forma que empezó: canasta de LeBron. Sello inequívoco, casta de líder, experto en enfriar la bola aun habiendo 200ºC de temperatura ambiente en pista. Los rezagados siguen durmiendo mientras los valientes trasnochan. “No me importa lo que la gente diga de mí. Soy LeBron James, de Akron, Ohio”. Suena la alarma, es la hora del rey.

Foto 2: Lynne Sladky (AP)
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Sobre el autor
Antonio Pulido Casas
Periodismo cuya máxima vocación es informar de lo que acontece en el plano deportivo. Hijo del año 92 e impulsado por los valores doctrinales del olimpismo. Tú escucha, que yo te cuento.