Somos especiales, especialicos más bien. No sé si nos ha vuelto a pasar, o simplemente hemos dejado que pase. O quizás este sea nuestro sino. Lo que está claro es que lo fácil no va con nosotros.

El invierno estaba siendo irreconociblemente benévolo, amable. Rozaba lo irreal. Para celebrarlo nos dimos un homenaje de gallito, en forma de Atlético, como hacía tiempo que no nos pegábamos, y el regusto fue tan intenso que estuvimos un par de semanas entretenidos saboreándolo. Tras semejante festín, la modorra se apoderó de nuestro cuerpo jotero, y nos echamos la siesta de rigor. Otras dos semanas al limbo. Durante este periodo de letargo, otro sabor -bien distinto- se entremezcló en nuestros paladares, pero preferimos pensar que aquello no podía ser barro, que este año no tocaba y seguir a lo nuestro, enrocados en ese dulce sueño en el que hacíamos turismo por la vieja Europa.

Es en este momento cuando, en forma de despertador, la música empieza a sonar.

Son Freddie Mercury y David Bowie aplaudiéndonos en la cara. Avisándonos de que ya están otra vez aquí, y con la misma canción de siempre. Haciéndonos ver que sí, que estamos de barro hasta las orejas, que no podemos fallar más y que hay que espabilar inmediatamente. De aquí al final de temporada estaremos bajo presión.

No es nada nuevo, esta ha sido la banda sonora de la mayoría de las permanencias. “La locura ríe bajo la presión” dice en una estrofa. Conocemos bien esa locura que se ríe, se llora, se celebra y se siente más intensamente que ninguna otra gloria deportiva. Pero antes de llegar a ella, mucho antes, justo cuando el bajo de Queen nos despierta con sus primeras notas, damos comienzo una de nuestras más antiguas tradiciones.

En un ritual que se repite desde tiempos inmemorables, el entrenador de turno, a un paso del abismo y sumido en un mar de dudas pasea por Tajonar con la mirada perdida, hasta que esta se topa con alguno de los escudos que engalanan la ciudad deportiva rojilla. Hay algo diferente ahí. Encerrado entre cadenas y sobreimpresionado en oro, ya no ve un león paseante, ni lo volverá a ver. Lo que ve en ese privilegiado lugar es la figura de Patxi Puñal, con los ojos inyectados en sangre y el cuchillo entre los dientes, pidiendo a rugidos que le dejen salir. El mister reacciona a tiempo, libera al felino de Huarte de las cadenas que lo retenían fuera del pasto, y lo rodea únicamente de aquellos que le garantizan que se dejarán la piel por zurcir lo que haga falta para que el traje del equipo luzca de nuevo en primera división. Parece que Javi Gracia ya ha pasado por este trance místico y se ha encomendado, como hicieran en su día sus predecesores, al mayor baluarte del osasunismo en el siglo XXI.

Nada más terminar el funesto encuentro de Vallecas, el capitán daba la cara ante los micrófonos. “Da la impresión de que nosotros en el área solo podemos defender con la mirada” dijo el bueno de Puñal abatido, con los ojos vidriosos. Si es cierto que solo nos podemos defender con la mirada, qué mejor que la de Patxi para intimidar a los rivales y proteger nuestro destino.

Además, a uno las cuentas todavía le salen holgadas, cinco de los ocho partidos que quedan se disputarán en casa. Son quince puntos que se pondrán en juego a orillas del río Sadar y con lograr doce o trece debería ser suficiente. Es factible. Además, tenemos una ventaja competitiva con el resto de candidatos a bajar, nosotros sabemos a qué estamos jugando y no nos vamos a poner nerviosos.

Por si fuera poco, tenemos una fórmula infalible. Es sencillita, se la aprende uno antes incluso de dejar el colegio. Cuando la cosa se pone fea, hay que tirar de los de casa, cuantos más mejor, en el césped y en la grada. No hay más secreto. El próximo partido, como viene siendo norma esta temporada, apenas habrá catorce mil gargantas en las gradas, pero a buen seguro rugirán como si fueran diecinueve mil ochocientas. Más aún. Porque fuera de los muros del estadio también habrá mucha gente apretando, en sus casas, en los bares, cafeterías o sociedades. Incluso allende el Ebro, como esos héroes rojillos que nacieron en otras comunidades autónomas, o los que tienen que animar desde el exilio. Todos ellos, enganchados a sus televisores, ordenadores y transistores, empujarán como si estuvieran a medio metro del linier. No me cabe la menor duda.

De momento vamos a dejar que suene Queen, porque amamos esta canción, que aprendimos tan pronto como nos empezamos a vestir de rojo. Porque en el fondo somos yonquis de la presión, la necesitamos, saca lo mejor de nosotros. Fuera de ella no somos más que un mal capítulo de “The Walking Dead”. No hemos nacido para vivir cómodamente asentados en la zona templada de la tabla.

El domingo pararemos la música. Pero solo para entonar a coro aquello que Barricada nos tatuó a fuego en el alma y que Patxi Puñal debe repetir como un mantra en el vestuario local. Y es que “Cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende ¡¡a defenderlo!!”.