14 de junio. Vísperas de la llegada de Pompidou a los mandos de la república. Isla Réunion. Colonia francesa escondida al oriente de Madagascar, allá donde surcan corsarios y filibusteros. 1969. Graban Los Beatles Abbey Road. “Here comes the sun” como sinfonía de antagonismos que contrasta con el coetáneo aluzinaje del Apolo 11, pero que casa como himno celestial al sol que bronceaba tres meses antes las cañas de azúcar de Réunion. Saint-Pierre. Tercera ciudad del departamento francés de ultramar, postrada al sur de su volcánica y limitada extensión. Un puzzle cuyas piezas dibujan una lámpara mágica. Aquel 14 de junio de 1969, en la ciudad de Saint-Pierre, en la isla Réunion (Francia), nace uno de de los iconos de la historia del balonmano, Jackson Richardson.

Mago de ébano, desde los seis años el balón fue su escudero inseparable. Aprendió en un hábitat ajeno a la élite, en hemisferio opuesto a esas escuelas que instruyen a las figuras rutilantes y que tiene en Alemania la principal cuna del balonmano. Creció hasta los veinte a orillas del Índico, alejado del mundanal ruido. A esa edad, el Paris-Asnières llamó a su morada. Él aceptó el reto. Buscaba transformar la premonición de su éxito en realidad aquel fornido atleta de 187 centímetrosde pura elasticidad y 87 kilos de portentosa fibra. Músculo a raudales. Como seña de identidad una melena rastafari al viento que le confería el alma aguerrida de Haile Selassie y el liderazgo rítmico de Bob Marley. Bebía energía.

Dos años en París como lanzadera al OM Vitrolles, escuadra que le catapultó a la fama. En ese período, de 1991 a1997, condensó la primera fase de sus logros, con epicentro en su selección: plata, oro y bronce en Mundiales del ´93, ´95 y ´97, respectivamente; bronce en los JJ.OO. de Barcelona ´92. El oro del ´95 le valió la honorable designación de mejor jugador del mundo. Para colmo, desde Marsella, alzó al Vitrolles a la conquista de la Copade Europa del ´93, amén de títulos nacionales levantados. Eran tiempos de máximo nivel, pues los ´90 son al balonmano lo que los albores de los ´80 al fútbol. Peleaban por la hegemonía mundial la Suecia de Wislander, Steffan y Mattias Olsson, Vranjes, Thorsson o Lovgren; la Alemania de Schwarzer, Zerbe, Stephan, Baur o Kretschzmar; la España de Dujshebaiev (post URSS y Rusia), Guijosa, Barrufet, Masip, Garralda o Urdangarín; la Rusia de Dujshebaiev, Iakimovich, Lavrov, Atavin, Gopin o Kudinov; y la Croacia de Goluza, Saracevic, Cavar, Sola o Jovic.

En ese contexto de suprema competitividad, Richardson dirigía con maestría, desde el puesto de central, la sala de máquinas gala. Bien secundado por Stoecklin, Anquetil, Cazal o Gaudin. Su repertorio en ataque era extremo y de una arrebatadora belleza plástica: flotaba con el balón en suspensión, fintaba al punto débil de manera fulgurante, penetraba en cualquier 6-0, conectaba con pivote o extremos, habilitaba lanzamiento de los laterales desde 9 metros y amoldaba el ritmo a las necesidades del ataque. Siempre con esa agitación del tren inferior que le caracterizaba. Pero sus tardes gloriosas no se resumían en su faceta atacante. Cuando defendía, en 5+1 como avanzado, era el factor diferencial a la hora de robar y lanzar el contragolpe. Sus movimientos se asemejaban al del baile de una araña negra a cámara rápida. Experto frente a equipos con poderoso lanzamiento exterior. Se estaba forjando la leyenda.

Abandonó Francia y recaló en la liga más poderosa: la Bundesliga. Tres temporadas (1997-2000) en el Grosswallstadt, un histórico venido a menos que pretendía recuperar su otrora posición y prestigio en el continente. Jackson les regaló una City Cup en una fatídica eliminatoria para el BM Valladolid. Eran momentos de transición entre dos generaciones en el combinado nacional francés. La sequía no duró mucho, se gestaba la segunda fase del éxito.

Francia, Alemania...y España. Un bendito regalo caído del cielo para nuestra liga. El Portland San Antonio de Pamplona, en un ambicioso proyecto, daba un golpe de efecto con el fin de parar el rodillo blaugrana. Cinco superlativas temporadas (2000-2005) y un abultado palmarés: dos ligas, dos copas, tres supercopas, una EHF y la coronación en forma del máximo título europeo en 2004.  Competía por el cetro individual con otro de los genios, Talant Dujshebaiev. Oro, bronce y bronce en  Mundiales del ´01, ´03 y ´05, respectivamente, agrandaban aún más su figura. También la de una selección francesa que se erigió en la más potente de la década: Bertrand y Guillaume Gille, Omeyer, Narcisse, Abati, Jerome Fernández, Guigou, etc.

2005 era el punto de inflexión de su carrera, y con él su despedida de la ASOBAL, rumbo a Francia: al Chambéry (2005-2008). En la selección entregaba el testigo al que hoy es mejor jugador del mundo: Nikola Karabatic. El mago francés ponía punto y final a su máximo nivel, pero su magia perduraba. Decidió dar los últimos coletazos en el emergente Rhein-Neckar Löwen. Ley de vida,2009 fue el año de su adiós a las pistas tras 40 años de profesional. Adiós que arrebataba una porción de carisma y personalidad en los pabellones. Genio y figura, Jackson Richardson.