La afición al boxeo llegó a mí, como lo suelen hacer aquellas cosas destinadas a marcarte de por vida, por puro azar. Hace años, un canal de televisión autonómico, TeleAsturias, emitía un programa titulado “Pressing Boxeo”, presentado y dirigido por el gran Xavier Azpitarte, ya tristemente fallecido. Fruto del azar y haciendo zapping, dicho sea de paso, encontré algo que me entretuviese mientras duraba la pausa publicitaria de lo que realmente estaba viendo.

El programa me llamó la atención porque vi a dos hombres pegarse como si se debieran dinero. Una batalla campal que tan solo era capaz de detener el simple golpeo de una campanita y, a la vez, el que les permitía de nuevo ir al frente. Estaba ensimismado en ver cómo se golpeaban y golpeaban sin cesar, y ninguno mostraba signos de debilidad. Huelga decir que me olvidé por completo de lo que estaba viendo en un primer momento, por conocer quién ganaría esa pelea. Me enganché desde entonces a ese deporte. Me enganché al boxeo.

Poco a poco vas conociendo a nuevos boxeadores, tanto a escala nacional como internacional, conociendo las reglas así como el nombre de los movimientos, peleas que hicieron historia pero, sobre todo, las historias que se esconden detrás de cada pelea, de cada boxeador, y es eso lo que hace único a este deporte. Es eso, lo que hace que cada día aprecie más este deporte y a quienes lo practican.

No cabe duda que el intercambio de metralla es lo que hace vibrar al espectador, pero lo que cautiva es ver lo que se esconde detrás de esa coraza de musculo y fiereza que se muestra en el cuadrilátero. En España, el boxeo no vive rodeado de lujos y gloria, como lo hace el todopoderoso fútbol o el mismo boxeo en Estados Unidos y en otros países donde el está bien afinado, recibiendo apoyos por doquier. Es en España donde voy a centrar mis palabras.

Cada boxeador en España, al menos la extensa mayoría, se tiene que buscar la vida fuera de los cuadriláteros. Los emolumentos que reciben por combate no son suficientes para llegar a fin de mes, máxime cuando son cabezas de familia. No es extraño ver a campeones de España o de la Unión Europea con DNI español hacer florituras para compaginar la práctica del boxeo, su otro trabajo y su tiempo para el ocio y familia, siendo esto último lo más sacrificado por ellos. Estas acciones son las que hacen reflexionar, ya que se sacrifican por un deporte en el que tienes que llegar muy lejos, pero muy lejos,  para “ser alguien” que permita acceder a un nivel de vida donde poder tener menos dolores de cabeza, al menos en la vertiente económica, y desde luego, no es una tarea para nada sencilla.

Tampoco es extraño, ver cómo se castigan en cada entrenamiento y siendo estos en numerosas ocasiones más duros que los propios combates, cómo sufren en las dietas a base de comidas con sabor a nada para cumplir con el peso pactado, teniendo incluso que recurrir a la deshidratación para lograrlo, amén de otros esfuerzos y sacrificios, sabiendo que todo ese trabajo se puede ver truncado en el minuto uno del primer asalto. Pero aun así, no dejan de hacerlo combate tras combate.

Esto es una pequeña parte de lo que esconde el boxeo más allá del combate que cualquiera puede ver si se acerca a una velada o lo vea por algún soporte audiovisual. No nos quedemos en el simple intercambio de golpes, no concibamos al boxeo como se concebían las peleas de gladiadores en Roma. Esa etiqueta de violento hay que superarla, pues quienes se enfrentan son profesionales tanto en la vertiente física como en la psíquica. Los boxeadores persiguen un sueño, no un salario; persiguen demostrar que, a pesar de las adversidades, el espíritu guerrero les hace levantarse una y otra vez a pesar de estar condenados a caer. Motivo por el cual merecen, todos y cada uno de ellos, el máximo de nuestros respetos, pues el solo hecho de subir a la tarima brava es la culminación de que el boxeador nace y no se hace. El boxeo es mucho más que un combate.