Laurence Olivier, el rostro de Shakespeare
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De los trazos geniales de la pluma de William Shakespeare, el bardo inmortal, surgieron los contornos de numerosos personajes que crearon y dieron forma a muchas de las historias más conocidas y tratadas de la literatura universal. Dicen que en el apasionante mundo de las artes escénicas nadie puede sentirse actor hasta haber superado el enorme reto de enfundarse la piel de uno de aquellos personajes, que en casos puntuales parecen haber sido creados para determinados genios de la interpretación.

Únicamente los más grandes han conseguido lo que Shakespeare pretendió al crear, que la acción respondiera a la palabra y la palabra a la acción, poniendo un especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza… Y de entre esos pocos elegidos destaca sobremanera un animal de escenario que llevó el arte interpretativo a cotas de perfección jamás contempladas con anterioridad. Sobre él circulan numerosas leyendas, pero la fuerza del teatro inglés dibuja una carrera apasionante en la que demostró ser el mejor, pues no se puede hacer algo grande sin una gran pasión como la que demostró poseer Sir Laurence Kerr Olivier.

Nacido un 22 de mayo de 1907 en Dorking, un pueblecito de Surrey situado a unos 85 kilómetros de Londres, cuentan que ya desde sus primeros instantes de existencia quiso dejar constancia de su altura escénica, pues tras su primer llanto aquel bebé de ojos verdes hizo una pausa dramática con la que marcó el tempo de su vida entre la palabra y la acción. Criado en el seno de una familia de naturaleza muy conservadora, recibió una estricta educación de su padre, Gerard Kerr Olivier, un prestigioso sacerdote anglicano y ministro de la iglesia en la iglesia de Santa María, Letchworth, Hertfordshire. La muerte de su madre, Agnes Louise, representó un duro golpe para él, pues contaba con solo doce años de edad y solía refugiarse en la naturaleza bondadosa de aquella mujer que le dio la vida.

Vivió en el Antiguo Rectorado, ahora parte de la escuela de San Cristóbal y fue educado en la escuela coral de todos los santos ', Margaret Street, de Londres. Gran amante de la literatura y de las artes escénicas, desde pequeño la obra de William Shakespeare, copó sus inquietudes interpretativas. Precisamente a la edad de diez años y durante la representación de «Julio César» de Shakespeare, llamó poderosamente la atención de la actriz Ellen Terry, que sorprendida y maravillada por la actuación del pequeño actor comentó: “Ese niño que interpreta a Brutus es ya un gran actor”. A los 13 años ingresó en la escuela de San Eduardo, Oxford, donde fue asiduo en las producciones de teatro de la escuela y jugó primorosamente a ser actor siendo un "audaz" Katherine en La fierecilla domada y Puck en El sueño de una noche de verano. Durante esta etapa de su vida vivió un suceso que marcó profundamente su enigmática personalidad, pues al parecer sufrió abusos por parte de un religioso que fue su primer profesor de interpretación.

Laurence se refugió aún más en la piel de sus personajes, a la edad de 17 años dio un paso crucial en dirección hacia su gran sueño. Ingresó en la Escuela Central de Discurso y Drama, donde bajo la tutela de Elsie Fogerty, recibió una exigente y creativa educación escénica. Laurence fue contratado por la Birmingham Repertory, en la que pasó de dar la campanada de llamada a interpretar Hamlet y Macbeth. La grandeza de Olvier como actor teatral llenó por completo una página de la escena contemporánea. Hizo music-hall y comedia, drama psicológico y tragedia, pero con modelos de dicción, gesto y comportamiento derivados de la tradición clásica británica. Formó parte de la compañía teatral de Sir Barry Vincent Jackson, dejando su imborrable huella sobre las tablas británicas en la segunda mitad de los años 20 en la escena londinense.

La fama y prestigio de Laurence Olivier para representar la obra de Shakespeare en teatro fue in crescendo. En 1935 su encuentro con otro monstruo sagrado shakesperiano, John Gielgud (con el que mantuvo una rivalidad bien conocida), dio como fruto inolvidables representaciones de «Enrique V» y «Coriolano» en el Old Vic Theatre. Consagrado como el más talentoso actor teatral del momento, el cine representó un enorme desafío para el actor shakesperiano. No en vano su trabajo en el cine se había caracterizado por la teatralidad, su primer papel importante le llegó con ´Vidas privadas´, del dramaturgo Noel Coward, pero no sería hasta que conoció a William Wyler, director que le enseñó las técnicas básicas de la actuación cinematográfica, cuando aprendió a matizar las sutiles diferencias entre un medio y otro. Wyler le entregó el personaje de Heathcliff en Cumbres borrascosas (Wuthering heights), en 1939, y Olivier, que siempre fue más amante del teatro, descubrió la magia del séptimo arte haciendo un papel memorable.

Aquel fue su lanzamiento internacional y un año después confirmó su triunfo bordando la interpretación con el rol de viudo atormentado en ´Rebecca´, de Alfred Hichcock. En el arte de la interpretación escénica Laurence Olivier, el hombre de las mil caras, resultaba irreconocible al espectador, pues de un personaje a otro era capaz de cambiar por completo su voz, de un tono y una declamación suave pasaba a una mucho más enérgica y gutural, transformaba sus naturales gestos elegantes, en otros más ásperos y duros. Olivier era un animal de escenario, poseedor de un control total de la expresión física y vocal. Un genio de la interpretación que basaba su éxito en la dedicación absoluta hacia una profesión, para la que consideraba que la depuración de la técnica era el camino para la perfección interpretativa.

Por su gran dedicación a la carrera de actor, relegó sus relaciones y su vida privada a un lugar secundario. Su verdadera vida era la interpretación, en 1930 se casó con Jill Esmond, una joven actriz con la que tuvo su primer hijo, Simon Tarquin. No fue feliz en su primer matrimonio y le costó mantener una estabilidad afectiva, algo que pudo haber cambiado cuando Vivien Leigh le conoció en un teatro en Londres en 1934. Sentada en el patio de butacas, Vivien quedó fascinada con la actuación de aquel joven de 27 años, mientras Olivier quedaba colgado del magnetismo, la mirada azul, bipolar y vehemente, de nuestra maravillosa Scarlett O´Hara. La relación fue pasional y tempestuosa, parecían una pareja perfecta: el gran actor y la bella rosa inglesa. Pero las fuertes crisis depresivas de Leigh y el habitual comportamiento distante de Laurence, que la amó a su manera y la llegó a describir como un ángel de belleza inimaginable al que se llevaban los demonios, acabaron con una tortuosa relación de veinte años de amor generoso, desequilibrado y conmovedor.

Las luces que desprendían las actuaciones de Laurence sobre el escenario contrastaban con las sombras de su vida personal, se especuló con su naturaleza bisexual, y como llegó a reconocer los resultados de su pasión íntima, toda su energía se fue en la actuación, pues no se puede ser más que un tipo de atleta a la vez: “No es probable que un atleta encuentre energía suficiente para trabajar en otros tipos de atletismo y la actuación de grandes papeles”. Llegó a casarse nuevamente con Joan Plowright (con la que tuvo tres hijos más), que conocedora de su gran pasión llegó a asegurar que Laurence jamás dejaba de actuar. No tuvo tiempo para una vida personal al uso, vivió tan apasionadamente la actuación que hasta en el estallido de II Guerra Mundial, en la que sirvió en la Fleet Air Arm de la Marina, se especuló que Laurence Olivier pudo figurar entre los mejores espías. Era la vida real pero pudo interpretar el más arriesgado de sus papeles al servicio de su país en la vida mundana del Hollywood de 1940. Al menos eso es lo que sostiene el escritor Michael Munn, respaldado por testimonios de amigos de Olivier, como el también actor David Niven y el dramaturgo Noël Coward, en la biografía: Lord Larry: A Personal Portrait of Laurence Olivier (Robson Books).

La vida fue un apasionante papel para Olivier, que con su genial concepto de la interpretación fue capaz de crear un universo en la palma de su mano. Solía decir: "En el fondo de mi corazón sólo sé que no estoy seguro de cuándo estoy actuando y cuándo no, o para expresarlo con mayor franqueza, cuándo estoy mintiendo y cuándo no". ¿Qué es actuar sino mentir, y qué es actuar bien sino mentir convenciendo? Aquel que podía recitar los versos de Shakespeare como si realmente los estuviera pensando, logró en 1965 lo que un crítico calificó de "al fin, el Macbeth definitivo".

Antes de Olivier solía dudarse que con las obras de Shakespeare pudieran hacerse películas de éxito, pero Laurence disipó la duda para siempre

Antes de Olivier solía dudarse que con las obras de Shakespeare pudieran hacerse películas de éxito, pero Laurence disipó la duda para siempre con su versión fílmica de Enrique V. Tras comprobar esto otra gran cuestión se trasladó al mundo del cine y la interpretación: ¿Se podría trasladar a la gran pantalla lo mejor de Shakespeare? Olivier también se encargó de aclarar esta cuestión. La versión cinematográfica de Hamlet, con la que ganó el Oscar al mejor actor en 1948, es la prueba más fehaciente de ello. La altura a la que brilla hace dudar incluso si el dramaturgo británico no pensó en un rostro como el de Olivier para crear su personaje. Pues Laurence emprende una de las tareas más arduas y fascinantes del arte dramático, conseguir que una obra cumbre y tragedia que fue escrita para el maravilloso arte de la interpretación, abierta a tantas y variadas interpretaciones, encuentre en su figura a su más brillante intérprete. Acción rayando en la parálisis, pensamientos sutiles y ambiguos y emociones aún más sutiles. Su interpretación un poema dirigido a la sensibilidad, a la que el blanco y negro da fuerza a la poderosa expresión del lenguaje. Una producción austera e inflexiblemente concentrada en lo esencial, el salvaje, profundo y generoso lenguaje de la interpretación.

Olivier interpretó una gran variedad de papeles en el cine, para el recuerdo Carrie (1952), que volvió a reunir a Olivier y William Wyler; El animador (The Entertainer, 1960), de Tony Richardson; Escándalo en las aulas (Term of Trial, 1962), de Peter Glenville; El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is missing, 1965), de Otto Preminger; La huella (Slenth, 1973); de Mankiewicz, junto a Michael Caine; Marathon Man (1976), de John Schlesinger, a un sádico dentista nazi y Los niños del Brasil (The boys from Brazil, 1978), de Franklin Schaffner, a un judío austríaco sobre la pista de un criminal de guerra nazi. La calidad y variedad de su talento no tiene discusión porque triunfó en todas las actividades posibles: gran actor shakesperiano, estrella de cine, cómico, y brillante director, salió voluntariamente del star-system para dirigirse a sí mismo en (Enrique V) y obras de teatro (El tio Vanya). Fue el último actor-productor, y el primer director del Teatro Nacional, un héroe romántico que con su creación de Heathcliff, el tosco, sentimental y brutal protagonista de Cumbres borrascosas, y su impactante interpretación en Ricardo III, donde compuso un personaje agrio y deforme, dejó sin palabras al mundo.

Es Laurence Olivier, una fuerza de la naturaleza, una pantera escénica imposible de adivinar por donde va a saltar, siempre en la dirección imprevista y genial. Un genio que trabajó en el teatro hasta que se pudo mantener en pie, nombrado en 1970 por la reina Isabel II Baron Olivier of Brighton, por sus servicios en el teatro. Con 120 obras teatrales, 60 películas y 15 series de televisión, no tuvo tiempo para vivir, solo para actuar. En 1978 le fue concedido un nuevo Oscar honorífico y en 1989 recibió el premio Oscar por toda su carrera profesional.

Un monstruo de la escena que nos enseñó que el instante más bello de un drama no se produce cuando el actor llora, sino cuando el espectador expresa y deja vía libre al caudaloso torrente de sus emociones. Considerado mejor actor del siglo XX, un 11 de julio de 1989 dejó de actuar en la localidad inglesa de Steyning, Sussex, donde Olivier echó el telón a la vida mientras dormía a la edad de 82 años. En una pequeña o gran ciudad o pueblo, un gran teatro es el signo visible de cultura. La pausa y el silencio abren paso a la creación escénica, sobre un acantilado mirando cómo las olas rompen sobre las rocas, el príncipe Hamlet habla con la muerte sobre sus ojos mientras declama la oración, el monólogo de la melancolía denota intensamente una duda eterna que va mucho más allá de la tristeza. La trampa semántica está tendida sobre la niebla, “Ser o no ser” morir, dormir, quizás soñar, dormir, no despertar nunca más, descansar para siempre en el Rincón de los Poetas (Poet´s Corner) de la Abadía de Westminster, donde las cenizas de un genio dibujan sobre una lápida el verdadero rostro de Shakespeare. El resto es silencio...

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