Paul Averhoff, vivir sin parar
Foto: Fotogramas

La precisión, concreción y exactitud de las palabras se agolpan en la página en blanco de salida de esta historia que hay que comenzar por el final, porque para estar preparado para la última carrera es necesario poseer un espíritu tan joven como para ser y querer ser joven incluso cuando el aplastante volar de las manecillas del reloj caigan pesadamente sobre nuestros cuerpos, consiguiendo que nuestras fuerzas nos abandonen. Si tuviera que definir en una frase la vida del señor cuyos restos mortales descansan junto a mis pies, diría: La apasionante y eterna juventud de un inconformista y soñador que usó sus zapatillas voladoras para aprovechar intensamente hasta el último día de su vida.

El día a día, el segundo a segundo de una vida queda marcado por la cascada de decisiones que debemos afrontar, y para Paul no fue nada sencillo tomar la decisión de ingresar voluntariamente en una residencia de ancianos ante la delicada situación de salud su esposa. Ante la imposibilidad de que su hija se hiciera cargo de ellos, Paul y su mujer Margot, dieron el valiente paso adelante de ingresar en el corredor de la muerte. Quizás sea demasiado áspera y dura la definición, pero aquella fue la sensación que tuvo Averhoff a los pocos días de ingresar en el asilo. Entre las paredes de aquel recinto de epílogos vitales, repletos de paréntesis en espera del desenlace, pudo ver relojes de pulsera que por motivos de salud se sincronizan con la muerte, pero otros que se resisten a aguardar sumisos y sentados junto a la mesa de manualidades o cantando en el coro, el momento de la desconexión definitiva. Y Paul se erigió en el líder de todos ellos, lo hizo con el apoyo de su mujer, que fue un pilar fundamental para que el viejo corredor sacara sus legendarias zapatillas. A ella le prometió que jamás se rendiría...

Le dijo a su esposa: "Esto es un asilo de muertos, habrá que comenzar a vivir y sacó de golpe y del viejo baúl todos sus sueños". Desoyendo los consejos de los médicos un buen día le dijo a un celador, acompáñame a correr, que escéptico lo hizo, pero con la seguridad de que a la segunda vuelta el anciano se le iba a ir al suelo. No sabía entonces que aquel viejo era un mito del atletismo y que el que lo iba a auxiliar era él, porque para cuando le dio el calambre en una pierna, el viejo Averhoff apenas había entrado en calor. De esta forma huyó de la monotonía de los residentes y trabajadores de la residencia, le importó bien poco las reticencias y críticas de aquellos que preferían solo esperar. Averhoff montó una pequeña revolución, porque decidió prepararse para la última carrera, nada más y nada menos que la maratón de Berlín. Su historia nos transporta a la excelente novela de Jonas Jonasson El abuelo que saltó por la ventana y huyó, en la que el escritor finlandés nos muestra a un anciano fascinante que quiere vivir intensamente hasta el final de sus días. Paul Averhoff como Alian Karlsson, no hizo otra cosa que saltar por la ventana y huir con aquellas zapatillas legendarias.

Intensa historia que se hace cuesta arriba, se hace dura porque todos la tendrán que afrontar, porque en su momento tomarán la decisión de cómo vivir el camino del desenlace, y temas como estar muerto aun siendo joven se agolpan al conocer la vívida historia de esta ficticia estrella del atletismo. En su preparación hacia su última carrera mil vivencias, Averhoff ante el asombro de compañeros y cuidadores empieza a correr a diario por el parque de la residencia, dispuesto a prepararse para la maratón de Berlín y repetir viejas hazañas. Finalmente se gana el apoyo incondicional de todos, y tras un año de preparación se presenta en Berlín para inscribirse en uno de los maratones más prestigiosos y duros del planeta. Desafortunadamente el anciano llega fuera de plazo de inscripción, hace días que el cupo de atletas está cubierto y solo existe una posibilidad: haber rebajado las dos horas en la carrera y por tanto, haber sido un atleta de clase mundial. En la mesa de inscripción de la organización le comunican la noticia, pero un segundo después la mesa zozobra en un desconcierto tal, que les cuesta un tiempo para recuperar la cordura. Aquel viejo de setenta años replica que hace tiempo que rebajó la marca, y la incredulidad se apodera de todos hasta que surge la magia. En la pared, repleta de viejos cuadros de grandes mitos del atletismo, la figura de un estilizado corredor al que se acerca Averhoff para demostrar de lo que es capaz de hacer en nosotros el paso del tiempo. El joven de la foto es aquel viejo, cuyo espíritu se puede ver en el infinito fondo de sus ojos.

Paul cumple su gran sueño y las calles de Berlin son testigo de ello, el corredor vuelve a experimentar sensaciones perdidas en las arenas del tiempo, ahogadas por una multitud que aplaude y que fue devorada por el olvido. Averhoff, pese a su ajado aspecto nunca dejará de ser joven y morirá con los mismos ojos vivos con los que recogió la medalla de oro de los JJOO, pues su última carrera de maratón finaliza en un estadio olímpico totalmente lleno de espectadores. Bonita lección, bonita enseñanza la de esta película alemana escrita y dirigida por Kilian Riedhof y protagonizada por Dieter Hallervorden, que encarna al viejo atleta que fue una leyenda como corredor de maratón, e incluso ganó la medalla de oro en las Olimpiadas de Melbourne en 1956. Conjuntamente con Kilian Riedhof y su coautor Marc Blöbaum, el productor Boris Schönfelder siguió desarrollando el guion hasta convertirlo en esta obra, que más que una crítica acerva a las residencias de ancianos, que pueden ser un lugar muy digno para personas mayores que se encuentran solas, es un claro mensaje, un canto a la vida.

Poco importa que sea una ficción, pues en aquellas Olimpiadas de Melbourne de 1956 el oro olímpico de maratón fue para el francoargelino Alain Mimoun, muy amigo de una leyenda como Emil Zatopek, que aturdido por el calor y a sus ya 36 años quedó en sexta posición. Lo verdaderamente relevante es el mensaje, porque en nuestra imaginación Paul Averhoff no sólo fue un gran corredor, fue más que eso…una leyenda. Y como dice Paul en la película “Toda la vida es un maratón. Los primeros pasos son sencillos, piensas que nada puede pararte, luego viene el dolor y tu fuerza se debilita metro a metro. Entonces piensas que no vas a poder. Pero sigues, siempre sigues, totalmente exhausto. Y el final siempre es una victoria.”

Aunque se llegue el último siempre hay algo que ganar, un objetivo, una vivencia, pues si uno participa es porque quiere ganar. Si no, ¿qué sentido tiene? Y por ello, porque siempre se ha de afrontar el día con la máxima ilusión de vivir, porque muestra el deporte y en concreto el running, como espacio de libertad, porque el rostro del emocionado protagonista nos hace sentir la alegría de nunca dejar de ser y existir, se rescata del anaquel del cine menos conocido esta película de noviembre de 2014. La historia de Paul Averhoff, en su título original en alemán “Sein letztes Rennen” (Su última carrera) y con la traducción que llegó: Vivir sin parar.

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