'Youth' (La Giovinezza): el hechizo de la calma es una magia poderosa
Foto: framepoint.wordpress.com

Paolo Sorrentino elabora una película reflexiva dentro de los márgenes de su pedantería visual, de sus imágenes bellas y magnéticas. La Giovinezza es arte visual, arte reflexivo y arte de un genio que recuerda a Fellini cuando éste hacía malabares sobre el límite del funámbulo cinematográfico. Lamenta con un espíritu comprensivo y amable la decadencia que amenaza al ser humano, las obsesiones que le atormentan, los recuerdos y arrepentimientos que, o bien terminan como el último capítulo de la vida, o impulsan a seguir hacia el futuro visto desde las lentes invertidas de unos prismáticos. El valor de la experiencia hecho película.

En no saber dónde colocar éste placer formal, si en el drama o en la tragicomedia, si en la reflexión o en la farsa, reside el núcleo de una trama entrañable donde las tensiones, ansias y experiencias de un director de orquesta jubilado y ensimismado en su propia banalidad, un cineasta que ignora el verdadero propósito de todo lo que ha hecho durante su trayecto vital y un actor cuyo éxito radica en la paradoja de no aparecer en la película por la que todos le reconocen, muestran el camino de la experiencia, la sabiduría y el testamento de lo que se dice, se hace y se cree. La Giovinezza es una viaje pretencioso pero muy bello, una oda a las vicisitudes del ser humano, a los miedos al paso del tiempo desaprovechado, al delirio que resulta de los sentimientos encontrados al final del trayecto. El guión, quizá excesivo en la continua muestra de genialidad entre el equilibrio visual y el musical, explora con sensibilidad todo aquello que resulta del genio Sorrentino, de la capacidad para menospreciar la profundidad explícita en los diálogos y sorprender con una banalidad reflexiva verdaderamente hermosa. Barroca en su premisa por canonizar lo inaudito, por buscar la reflexión universal, el valor de la redención cuando, todo el tiempo evaporado, parece inútil lanzarse a las tribulaciones del sentido de las cosas y la belleza de todo lo que nos rodea. Merece la pena dejarse atrapar por el leit motiv, menos sincero que en La Grande Bellezza (2013) pero de igual emotividad. Acostumbrado a un cine intimista, Sorrentino apuesta por la inteligencia del espectador, por la capacidad para observar que lo que aparentemente es sólo imagen, imagen de orfebrería técnica, es más que todo el magnetismo de pequeños momentos, de pequeñas historias que en conjunto gritan a la eterna comparativa, a la eterna superficialidad, a la eterna esclavitud que, en palabras de Conrad, "un artista tiene con su obra". Y, en cierto modo, un sentimiento del propio cineasta para con su filmografía. No se fabrica una obra maestra tratando de rellenar los huecos de la injerencia personal en la trama, sin embargo, sí se consigue empatizar con un público que necesita, aunque no lo sepa, más reflexión y menos complacencia.

Todo articulado y al servicio de dos iconos de la interpretación como son Michael Caine y Harvey Keitel. Especialmente el primero, arraigado en el cénit que cualquier intérprete desearía en su carrera. Un papel ejecutado a la perfección, repleto de angustia, de los arrebatos de una vida dedicada al ego y desdichada por lo mismo. Rachel Weisz y Paul Dano encarnan a esa generación que se sirve del ejemplo de sus mayores para tratar de no cometer los mismos errores pero que, sin darse cuenta, caen en los caprichos y las paradojas de la vida.

El estilo de un Sorrentino que ésta vez prefiere conjugar momentos en lugar de redondear una película, despeja su incógnita con un valor que los resume y completa, con la pieza para no perderse en la tristeza; el hechizo de la calma es una magia poderosa.

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