Júpiter es el planeta más grande de nuestro Sistema Solar, también uno de los objetos más resplandecientes en el telón frío y oscuro del cielo nocturno. Los astrónomos lo bautizaron con el nombre del Dios de los dioses según la mitología greco-romana, porque es el más masivo de todos los planetas de nuestro barrio cósmico. Su campo magnético es tan conocido como temido, tan poderoso, que crea un círculo de influencia a su alrededor cuyo diámetro es mayor que el del Sol. Posiblemente por ello Stephen Keshi, entrenador de Nigeria, no ha dudado en declarar que lo del diez de la albiceleste es de otro planeta, que el rosarino cuyo poder magnético con un balón surgió en el barrio cósmico de La Bajada, debe ser procedente del gigante gaseoso con el nombre del Dios de los dioses.

Dicen los científicos que Júpiter posee la rotación más rápida de todos los planetas de nuestro Sistema Solar, otra cualidad de las que luce Lionel Messi, pues un giro del rosarino con el balón magnetizado a su pierna zurda, es lo más similar que hemos visto a las inalcanzables bombas de racimo que surgieron de la pierna izquierda de Diego Armando Maradona en México 86. Es inevitable la comparación, pues la diez de Argentina y el Mundial están de por medio;  Messi que quiere volver a ser dios, ansía que el de Brasil sea su mundial, y como en esto del fútbol lo más sano y justo es el politeísmo, no solo respaldo y secundo la opinión del seleccionador nigeriano, sino que la elevo a la condición divina de dios inmortal. En el caso del argentino no es un asunto de procedencia, sino de la creencia de que en el barrio cósmico de La Bajada el dios Júpiter se encarnó en futbolista.

El alma del soñador sale de viaje y vuelve a casa con los imborrables recuerdos de lo que ha visto. Por la citada razón me declaro politeísta del fútbol, siempre creeré en la existencia de varios dioses, para cada época, para cada aficionado, para cada balón. Maradona, Cruyff, Pelé, Di Stéfano, Garrincha, Zidane, Zico, Mágico, Cristiano, Ronaldinho, Platini.. todos dioses y semidioses del balón, futbolistas homéricos. Y la mejor noticia para el fútbol  no es otra que aquel dios apagado que comenzó a preocuparnos por su hasta entonces desconocida mortalidad, vuelve a brillar como el más poderoso de los planetas. Leo Messi quiere ser el padre de la luz de este Mundial, quiere volver a ser el Júpiter de Rosario que nos cautivó, aquel que en las fronteras de nuestra imaginación desafió las leyes de la física sorteando quimeras y llevando como cada cual la suya propia de color albiceleste.

Aunque su abuelo Antonio Cuccitini, en crítica sincera y cariñosa le haya visto flojo durante un tiempo, es conocedor de que en su interior mil tempestades latentes aguardan el momento para despertar a la deidad futbolística. Júpiter es el dios rey de todos los dioses de la antigua religión romana, Leo como tal aspira serlo del fútbol, al menos del Mundial brasileño. Es una figura equivalente al dios Zeus del panteón griego y, por lo tanto, encarna las facultades de suprema deidad del cielo, balón y pierna izquierda amalgaman rayo y trueno. El balón a sus pies parece un gigante gaseoso, pero cuando cobra vida de su pierna zurda, se convierte en una de las cuatro lunas, incapaces de escapar a su poderoso magnetismo.  

Messi empieza a ser el Leo que todos queremos, aquel que en los albores cósmicos de un potrero rosarino robó el corazón de Doña Celia. Ese mismo que sorteando quimeras con un balón, quimeras por las aceras de su imaginación, logró emocionarnos al contemplar el maná de los dioses que destilaba su carrera. Pues tras diez quimeras se esconde una gran verdad: lo imposible puede llegar a ser posible a través de la creatividad y la genialidad, esa que en su correr transfigurado en viento nos hace dudar si lo real es irreal y viceversa.

Un enorme desafío para la imaginación vuela, noventa minutos no bastan, noventa minutos no puede durar la leyenda, queremos más. Átomos iracundos no dan crédito a lo que ven, cuando los neutrinos que destila su carrera chocan a ras de césped y más allá de la luz para generar una paradoja temporal cuando el Júpiter argentino, afronta el reto de sortear su mayor Quimera.