Sólo hay un motivo que justifique que Maldini, Baresi, Costacurta, Van Basten, Rijkaard, Gullit y compañía no se retuerzan en sus tumbas cada vez que juega el Milan, y es que, afortunadamente y por muchos años, todos ellos permanecen en el mundo de los vivos. Pero sin duda, la baja por depresión debe de estar al caer. De aquellos rojinegros que dominaban el mundo, que jugaban bien y casi siempre ganaban con holgura, hoy sólo queda el nombre. Plano, aburrido, ramplón, pónganle el adjetivo que quieran, que cualquiera se queda corto para definir el juego del equipo de Inzaghi.

El blanco de la camiseta de los visitantes se tornó grisPippo, otra vieja gloria, seguro que está desesperado. Pero no es culpa suya, como tampoco lo era de Seedorf, ni de Allegri, ni lo será de cualquier otro que aterrice en Milanello en su lugar. No hay más cera que la que arde, y las llamas las tiene que sacar gente como Keisuke Honda, un japonés que no desentonaría en una serie de dibujos animados pero a quien el mundo real parece que se le queda grande. O como Giacomo Bonaventura, un mediapunta esforzado, cumplidor, pero que se habría reído en la cara de cualquiera que le hubiera dicho en mayo que cambiaría el Atalanta por ser titular en San Siro. O como Armero, Poli, De Jong... nombres válidos para un equipo de mitad de la tabla, pero impropios de un grande.

Lo malo no es esto, que allá Berlusconi con sus cosas, y a fin de cuentas está en la línea más o menos generalizada de la mediocridad en la que ha caído la Serie A. Lo realmente lamentable es que la apatía milanista es tan fuerte que se contagia incluso a los mejores. Le pasó a la Juventus, que sudó para lograr un escaso 0-1 allá por la tercera jornada. Y le ha ocurrido a una Roma que normalmente supera sin excesiva dificultad este tipo de compromisos, en casa, contra rivales varios escalones por debajo.

Y eso que el once que sacó Monsieur García fue bastante aceptable. Florenzi, ese hombre orquesta al que cada día ponen en un sitio distinto, se situaba arriba, donde más capaz es de brillar, ocupando el lugar que le pertenece pero que a veces, aún no está claro el motivo, le ceden al insulso Ljajic. Totti estaba, porque Totti tiene que estar para que Roma siga siendo Roma. A falta del sancionado Pjanic, el centro del campo quizás era demasiado físico, pero tampoco le faltaba calidad. Atrás la cuota griega lo mantenía todo en su sitio. La alineación de la Loba parecía más que suficiente para solventar el trámite sin demasiadas dificultades.

Sin embargo, el blanco de la camiseta de los visitantes se tornó gris e impregnó de su falta de color el partido entero. El Milan se encerró de forma más o menos sutil, capeando el temporal, y la Roma dominó el campo sin apenas oposición pero se nubló en la sala de máquinas, sin encontrar la manera de abrir hueco en la maraña defensiva que protegía a Diego López. Los entrenadores obsesionados con la táctica probablemente estén contentos con un partido como éste, pero para el común de los mortales, que va al estadio a disfrutar del espectáculo, pocas cosas hay más dolorosas. Son encuentros como el visto en el Olímpico en esta ocasión los que, por desgracia, hablan de Italia como un país de fútbol feo.

Siesta de 95 minutos

Por puro compromiso, toca intentar rescatar algunos momentos casi destacables de un encuentro en el que, hay que insistir, no pasó absolutamente nada. La primera mitad puede resumirse en algún zapatazo lejano de la Roma, normalmente del trío atacante, que el guardameta ex madridista despejó sin excesivos problemas, y, por completar, con un obús desde 45 metros de Mexès que se envenenó e hizo saltar a De Sanctis. Se pidió también penalti en el área lombarda por mano clara de De Jong que el árbitro o bien no vio, o bien no interpretó como voluntario.

La segunda parte fue igual de tediosa, aunque aderezada por los cambios y por unas cuantas amarillas, una de ellas (por una mano muy ingenua) a Armero que le supuso la expulsión, al tener otra acumulada. Hubo un gol, que no subió al marcador porque mucho antes de que Ménez rematara el fuera de juego estaba pitado. Y hubo cinco largos, larguísimos minutos de tiempo añadido, que no bastaron para que la Roma abriera la lata.

Como ocurre a menudo en estos casos, el empate a nulidad no satisfizo a ninguno de ambos bandos. Al Milan no le sirve para intentar, de una vez por todas, su escalada a posiciones de competición europea, de las que ya se quedó fuera el año pasado y este va por el mismo camino. A los de casa, que sí tienen un objetivo acorde con su historia como es el campeonato, este tropiezo (porque por mucho pedigrí que tenga el oponente, un empate a día de hoy se puede considerar como tal) le vuelve a alejar de una Juventus que se afianza en el liderato, y a la que se había acercado en las anteriores jornadas. Tiene pinta de que este torneo de la regularidad lo va a ganar el menos irregular, y en ese sentido en Turín parten con ventaja.