Cuando en los minutos finales de un partido se ve al portero subiendo a rematar un córner en el campo contrario, es fácil entender que no se trata de un enfrentamiento más. Roma y Nápoles, equipos antaño hermanados, llevan un tiempo sacando las navajas cada vez que se cruzan. Lamentablemente no sólo en sentido metafórico: aún no se ha terminado de enfriar el cadáver de Ciro Esposito, el hincha partenopeo asesinado a balazos en la final de Coppa disputada el año pasado en la capital.

A eso, que no es poco, había que sumarle la delicada situación en la que afrontaban el encuentro ambos equipos. Los giallorossi, que no ganaban en el Olímpico desde la visita del Inter en la jornada 13, han desperdiciado una renta enorme con respecto al tercer puesto, que ya sólo queda un punto por debajo; el ambiente, además, está de lo más caldeado, con rumores de broncas en el vestuario, fichajes invernales muy discutibles y un Rudi García, por primera vez desde que llegó al banquillo, con su futuro puesto en entredicho. Una legión de bajas, algunas de peces gordos, completaban el panorama desolador, compensado sólo en parte por la vuelta a una convocatoria, año y medio después, de Federico Balzaretti.

No pintaban mucho mejor las cosas para Rafa Benítez y los suyos. Derrotas en las tres últimas salidas y un par de empates inoportunos habían supuesto que el club cediera la tercera plaza y el papel de principal perseguidor del rival de hoy a la Lazio, e incluso que la Sampdoria y la Fiorentina les amenazaran con dejarle fuera de plazas internacionales. Acaso el esfuerzo en Coppa y en Europa League, competiciones en las que sigue vivo, está siendo demasiado pesado para una plantilla que, en realidad, carece de estrellas de renombre mundial más allá de Higuaín y, si acaso, Hamsík.

Vistos los condicionantes previos, era de esperar un enfrentamiento tenso, muy intenso y disputado, pero carente de todo brillo. Ocasiones hubo muchas, muchísimas, pero más por meteduras de pata de las respectivas defensas que como fruto de la habilidad de los hombres más talentosos. La cosa tardó en arrancar, con diez primeros minutos perfectamente prescindibles, para ponerse luego de lo más entretenida.

Pjanic y Morgan al rescate

El más avispado, como casi siempre, fue Miralem Pjanic. El bosnio, un fuera de serie al que sólo le hace falta terminar de creérselo para entrar en la lista de los mejores del mundo, esta vez no tuvo que hacer un remate particularmente difícil. Le bastó con estar colocado en el lugar adecuado, libre de marca en el punto de penalti, para aprovechar el sorprendente pase atrás de Florenzi, que engañó a todos los que esperaban un centro paralelo hacia el área pequeña. Sin nadie que le estorbara, el número 15 dio un toque sutil, raso y ajustado al poste izquierdo, con el que superó a Andújar. Para el relleno morboso de innumerables horas de televisión queda la interpretación del gesto que hizo a la grada al celebrar el tanto.

El gol, que llegó más pronto de lo esperado, no varió especialmente el transcurso del partido. Ninguno de los dos contendientes era capaz de llevar la iniciativa y el intercambio de golpes se sucedía sin que nadie lo parara. La estadística decía que mandaban los locales, con una posesión de balón que a ratos superaba el 60%, pero, aunque había movimiento en las dos áreas, las ocasiones más claras las tenían los azules. No obstante, se encontraban una y otra vez o bien con la retaguardia de la selección griega, o bien con un imperial De Sanctis que paraba hasta las más difíciles con una suficiencia pasmosa, incluso dándose el lujo de volar para deleite de los fotógrafos.

En una de tantas, incluso, podría haberse señalado penalti a favor del Nápoles, cuando el zapatazo de De Guzmán golpeó tan clara como involuntariamente en el brazo de Manolas. Pero no es excusa. Los visitantes, con Hamsik en el banquillo, no tenían plan alguno. Las pelotas que le llegaron a Higuaín, muy gris, se cuentan con los dedos de una mano. Callejón tampoco parecía por la labor y Mertens, el más incisivo, no bastaba para superar la muralla. No ayudó la pasividad de Benítez, descentradísimo, que dejó para los últimos minutos unos cambios que no supusieron gran mejoría.

Si la diferencia no se agrandó es porque la Roma, asustada por sus malas experiencias recientes, se daba por conforme con una renta tan escasa. Y también, sin duda, porque las ausencias habían obligado a Monsieur García a alinear un once de circunstancias, en el que el tridente de ataque lo formaban Florenzi (a quien cada día le toca jugar en un sitio distinto y, aunque siempre cumple, muchas veces se le ve perdido), el casi siempre decepcionante Iturbe y Ljajic, un hombre con la rara virtud de equivocarse en casi todas las decisiones que toma.

Sin mayores sorpresas fueron pasando los minutos hasta que, como es habitual, al Nápoles le dio el ataque de nervios de última hora y hasta Andújar se recorrió todo el campo para ver si caía algo en el último saque de esquina. No valió para nada, como ocurre el 90% de las veces, y los visitantes se volvieron a los pies del Vesubio con una derrota asumible pero que les deja muy tocados, ya que no hace sino confirmar su trayectoria negativa. Entrar en Champions, visto lo visto, va a ser misión casi imposible. La Loba, por su parte, se lame algunas de sus muchas heridas y, aunque ni mucho menos se ha recuperado del todo, sí ha conseguido una inyección de moral vital para el sprint final que se avecina.