Década y media después, un tipo como Zeman, amado y aborrecido a partes iguales, vuelve a uno de los grandes a intentar demostrar a toda Italia que, en estos tiempos de mourinhismo y patologías derivadas, otro fútbol es posible. Lo hace en un Estadio Olímpico tan vacío como de costumbre, y contra un rival como el Catania, deseoso de demostrar que su excelente temporada anterior no fue fruto de la casualidad y que puede sobreponerse a la marcha de Montella. Al que, por otra parte, muchos también echan de menos en Trigoria.

Su arranque, sin embargo, fue dubitativo. Está muy bien plantar juntos a Lamela y Osvaldo, colocarles detrás a Don Francesco y tocar zafarrancho de combate, pero se echa de menos a alguien que les haga llegar el balón a estos tres malabaristas. Ese alguien, desde luego, no es De Rossi, quien tiene otras muchas cualidades, indudablemente muy necesarias, pero no es el mejor organizador del planeta. Tampoco tiene pinta de ir a serlo Bradley, primera muestra de la americanización del equipo. Algún que otro engranaje tendrá que ajustar el míster, porque no es de recibo que el señor Zdenek se cargue su fama con un equipo que, aunque tenga mucho el balón en el centro del campo, base sus ataques en el pelotazo largo y la carrera del extremo.

El Catania se sabe técnicamente inferior, ningún hipócrita iba a molestarse en negarlo. Consciente de sus limitaciones, Maran (otro que se estrenaba hoy) les mandó encerrarse atrás y esperar a ver un hueco para lanzar el contraataque. A punto estuvo de funcionarle, ya que, aunque Stekelenburg no llegó a sudar, le pusieron el miedo en el cuerpo en un par de ocasiones, como un buen pelotazo de Almirón que se marchó a apenas un metro del poste derecho. Peor podría haber sido la casa para los intereses romanistas si el árbitro hubiera hecho caso a los sicilianos y hubiera concedido penalti por presunta mano en un balón que, en realidad, pegó en la cara del pobre Castan.

Made in Argentina

Sí pitó el colegiado falta, y tarjeta para Burdisso, en una buena internada del Papu Gómez  en la que hubo encontronazo, si bien el delantero exageró un poco la caída. El saque se saldó con una jugada ensayada rudimentaria pero efectiva: sutil toque atrás para Almirón y zambombazo del pelado. El obús lo mismo podía haber entrado por la escuadra o desfigurado el rostro de un hincha de la Curva Nord, pero la carambola quiso que diera en Osvaldo y cayera a pies de Marchese, quien, todo hay que decirlo, no tuvo más que aprovecharse de su posición claramente adelantada para empujar el balón al fondo de la red. Nótese que, salvo en el último toque, todos los protagonistas de la jugada son argentinos; no es de extrañar, sabiendo que en la plantilla rossoblù hay 12 hombres de esta nacionalidad. Cosas de la globalización, oigan.

No entraba en el guión ponerse debajo en el marcador, así que la Roma se vio obligada a venirse arriba. Balzaretti comenzó a justificar su fichaje con un par de notables internadas, cuyos centros no encontraron rematador, sino a un bastante seguro Andújar. No había manera: Zeman se desesperaba en el banquillo mientras veía a sus pupilos estrellarse una y otra vez contra el muro, sin que a ningún ingeniero se le ocurriera cómo derribarlo. A punto estuvo Gómez de ahondar más en la herida, aunque Stekelenburg estuvo atentísimo para salvar los muebles. Habría sido excesivo para los méritos de unos y otros llegar al descanso con un 0-2.

La cara de pocos amigos con la que Totti se marchó al túnel de vestuarios hace pensar en una bronca durante el intermedio. Que por lo visto funcionó, ya que la Roma salió con otro aire. No pasaron ni tres minutos desde la reanudación hasta que el hasta entonces desapercibido Osvaldo lanzara un testarazo al palo, en el más efectivo de los muchos acercamientos que protagonizaron los giallorossi en este arranque. Pero el gol, eso que el Pescara que entrenó Zeman el año pasado conseguía en una media de dos veces por partido, no llegaba. Y eso que los delanteros probaban de todas las maneras imaginables: el mismo Osvaldo intentó, agárrense, un remate parecido al mítico escorpión de Higuita que, si llega a entrar, derrumba el estadio.

Dice la frase hecha algo de cántaros, fuentes y fracturas. De nuevo Osvaldo, argentino nacionalizado italiano pero buen conocedor del refranero español, se encargó de que se cumpliera con una maravilla que debería abrir mañana la sección de deportes de todos los telediarios. De Rossi se sacó de la manga un balón bombeado, un cucchiaio aprendido de su capitán, que superó a la retaguardia siciliana. Por allí andaba el número 9, que vio venir el balón perfectamente, pues estaba de espaldas a la portería. Para solventar tan poco ventajosa posición dio un brinco digno de acróbata del Circo del Sol y, en una media vuelta inverosímil, pateó en el aire poniendo la pelota muy lejos del alcance de Andújar… o de cualquier otro portero no salido de una serie de animación japonesa.

En vista de los acontecimientos, el Catania renunció definitivamente a plantar batalla y confió en aguantar el chaparrón, con la esperanza de que los chubascos fueran de esos que los meteorólogos llaman "de dispersión irregular" y en algún momento se abriera un claro. No hizo falta esperar mucho para que acabara el diluvio: Piris se durmió un momento, lo que aprovechó el Papu para desbordar como una bala por el costado izquierdo. Lodi, desde el centro del campo, le vio y le mandó un balón milimetrado, que el atacante no tuvo más que controlar con habilidad para plantarse solo delante de Stekelenburg, al que batió por bajo.

Atasco en el frente

Zeman se desesperó, miró al banquillo y lo mejor que vio fueron un chavalín de la cantera y un brasileño fichado en el pasado mercado de invierno que apuntó maneras durante su primer semestre en Italia.  De perdidos al río, pensó, temeroso de acabar él mismo lanzado a las aguas del Tíber por el pueblo giallorosso enfurecido tras una nueva decepción. Su idea era que el balón no volviera a ir más atrás de la línea del centro del campo, aunque fuera por el tosco sistema de la acumulación de hombres. El problema era el mismo del primer tiempo, el mismo de la infausta era Luis Enrique: no había ideas, no se encontraba el hueco para desentramar la maraña defensiva catanesa. Se recurría sistemáticamente o bien al toquecito insulso en tres cuartos, como intento de marear a una zaga experta y muy bien plantada, o bien a los centros lejanísimos para que Osvaldo intentara, sin éxito, rascar algo.

Quitar a Totti, a priori, no parecía la decisión más inteligente para este plan. Sorprendentemente, fue su sustituto, Nico López, quien salvó los muebles con un bonito zurdazo de volea en un balón suelto. A punto estuvo la hinchada local de volverse a casa con un disgusto, ya que apenas un minuto después otro contraataque, el enésimo, se saldó con un chut de Castro al larguero. De Marco tuvo piedad y prolongó sólo cuatro minutos, cuando el resultado más justo campaba en el marcador y aún ningún espectador había sufrido un infarto.

La toma de contacto de la nueva Roma no ha sido todo lo afortunada que su público habría esperado, si bien es cierto que el guión era previsible. Salvo enajenaciones mentales transitorias como la del primer tiempo, el equipo va a ir arriba a por todas, y si le pillan en un renuncio, que le pillen. La filosofía bohemia dice que es aceptable encajar cuatro goles si marcamos cinco, algo que el espectador siempre agradecerá. Lo malo es que si se renuncia a defender pero arriba no hay pólvora, las goleadas que se encajen pueden ser de escándalo. Hoy el rival era un Catania correoso, organizado, resultón, pero que ni es un grande ni aspira a serlo; recuérdese que el undécimo puesto del año pasado es uno de los mayores logros en su historia. Más le vale a Zeman ponerle las pilas a su gente si no quiere llorar la semana que viene, cuando el rival sea un tal Inter…