Una frase nos martillea la conciencia desde el mismo instante en que nos acercamos al fútbol: "Los árbitros españoles son malos". La afirmación es absurda. Si alguien tratara de convencernos de que todos los periodistas/electricistas/fontaneros españoles son malos, le mandaríamos a paseo o emplearíamos varios ejemplos para que cambiara de idea. En el caso de los árbitros, al parecer, eso no es posible. Todos son malos. Y punto.

Reconozco que durante un tiempo creí que esa afirmación era cierta. Hasta que un día comencé a visitar campos de la Liga BBVA y a instalarme a pie de campo para grabar con un cámara. El cambio de perspectiva (de espectador en casa con cinco repeticiones por jugada o en la grada; a espectador en primera fila, a la altura de los protagonistas) varió mi forma de ver el fútbol y de valorar a los árbitros. Allí abajo todo ocurre a la velocidad del rayo y los árbitros (tiraré de un tópico cierto) deben decidir en décimas de segundo y sin repeticiones lo que ocurre en el campo.

Me impresionó también la nula solidaridad entre los futbolistas durante el partido y el poco respeto hacia la labor arbitral: Todos se tiran, todos exageran, todos insultan, todos presionan. Todos. No se libra ni uno. Una actitud que me provoca rechazo.

Los árbitros no son malos. Alguno habrá, claro, pero la mayoría domina los fundamentos del oficio perfectamente. Los jueces se equivocan. Y se equivocan como tú que lees esto y como yo que trato de plasmar mi idea. El que pretenda disociar el error de la condición humana tiene un problema.

Los árbitros se han convertido en la diana perfecta. Los equipos, fundamentalmente los dos grandes, que tiene manteca, explican a la gente sus fracasos desde los errores de los árbitros; y a los hinchas les cuesta nada enfadarse con el juez y no con el delantero que ha fallado tres ocasiones solo ante el portero o con el central que se equivocó en la jugada del gol rival. Los fallos tienen pues diferente valor.

Y mientras los equipos se parapetan en los errores ajenos para enmascarar los suyos, son los propios clubes, a través de los organismos que les representan, los que se niegan a reducir el margen de error implantando la tecnología. Curiosa paradoja. Es más fácil vivir culpando a un tercero, que reconocer tus propias miserias, supongo.