Me imagino a Daley Blind de pequeño. Me imagino a sus compañeros, familiares y amigos con padres corrientes, de esos que se pasan horas fuera con trabajos estresantes, de esos que ostentan ocupaciones más o menos modestas y cuando vas con ellos no has de pararte porque otro le pide un autógrafo o una foto. Me lo imagino como un chico sencillo con gustos futbolísticos, como cualquier otro chaval de su edad, y me lo imagino charlando con su padre Danny mientras patean en su jardín un antiguo balón de cuero. Los veo a finales de los 90 en una supuesta casa en Ámsterdam, ya que por aquellos tiempos Danny apuraba sus últimos cartuchos en el Ajax. Observo a un Daley que se acerca a la decena de primaveras escuchando los cuentos de su progenitor sobre aquella gloriosa “Naranja Mecánica” de la que tanto se hablaba en su juventud.

Allí, en aquel escenario aparentemente cotidiano pero adornado por una bella sinergia de emociones filiales y paternales, en esa especie de momento único veo a Danny contándole a su pequeño que formó parte de la expedición neerlandesa, aunque siempre desde el banquillo, que en el Mundial del 90 en Italia llegó hasta dieciseisavos. Relatándole que estuvo presente en aquella selección de los Países Bajos que avanzó en el Mundial del 94 en Estados Unidos hasta cuartos, momento en el que Brasil dijo basta con unos tantos de Romario, Bebeto y Branco que ni el mismísimo Bergkamp pudo contrarrestar. Narrándole, como mayor logro vivido desde dentro, aquella Euro del 92 disputada en Suecia en la que fueron primeros del Grupo 2 por encima de Alemania, Escocia y aquel experimento provisional soviético del CIS para finalmente ser eliminados en semifinales y en penaltis por Dinamarca, que posteriormente se proclamaría campeona.

Sin embargo, despierto un momento de mis cavilaciones y me doy cuenta que casi dos décadas después el bueno de Danny sigue en un segundo plano y anclado a su eterna condena, el banquillo de la Oranje, aunque en este Mundial de Brasil como componente del cuerpo técnico. Lo veo, esta vez con claridad, presenciando, una vez más, lo que su combinado nacional consigue paso a paso.  Pero esta vez sus facciones presentan una clara expresión de orgullo. Danny sabe, como todos, que la competición intercontinental le debe algo a Cruyff, a Gullit, a van Basten, a Overmars… y al fútbol neerlandés en general, pero también es consciente de que éste último también estaba en deuda con los Blind. En este tiempo ha podido ver como la polivalencia de su hijo y discípulo, Daley Blind, le llevó a ser uno de los pilares del Ajax la pasada campaña y le está convirtiendo en uno de los comodines de van Gaal. Lo que él no pudo ser, pieza importante en los esquemas de la selección, lo está logrando Daley al mismo tiempo que las nuevas, y no tan nuevas, generaciones de futbolistas neerlandeses se han colocado en semifinales dirigidos por la batuta del técnico amsterdamer, que ha recibido grandes alabanzas. En sus botas tienen una nueva oportunidad, probablemente difícil de repetir nuevamente en un futuro cercano, de honrar con una estrella la memoria de tantos y tantos genios tulipanes que perdieron en el intento. Individualmente, Daley soñará con materializar la hazaña para que los relatos infantiles que escuchen atónitos sus hijos sean mejores que los que en su día oyó de Danny.