Poco parece existir de especial en la historia de unos niños que juegan descalzos al fútbol. En países con bajo nivel de vida o en los que las diferencias sociales entre las clases medias-altas y las bajas son muy marcadas, esa sería una estampa habitual. Aludiendo al recientemente pasado Mundial de Brasil, sin ir más lejos, los niños descalzos y con raídos ropajes que juegan entre favelas y sortean, además de a los rivales, las piedras, el polvo y las adversidades que pueden hallar en esa tierra a la que sueñan con defender, son continuos.

Oxidadas porterías que atestiguaron goles más sencillos pero tan sentidos como el tanto del triunfo en la final de un Mundial

Muchos de esos grandes futbolistas que hoy gambetean sobre tapetes impolutos, cegados por los focos de los más grandes estadios de fútbol del mundo y ensordecidos por el clamor de una masa rendida a sus pies, rememoran con cierta nostalgia esos orígenes que les transportan a escenarios tan dispares. Esos viejos barrios, cuyas tapias les vieron dar sus primeros toques; esas antiguas canchas que les vieron driblar a otros niños con las mismas ilusiones y dispar fortuna; esas oxidadas porterías que atestiguaron goles más sencillos pero tan sentidos como el tanto de la victoria en la final de un Mundial. No tiene nada de especial ver a un chiquillo descalzo jugando al fútbol y cubriendo con su sana imaginación todo aquello que la vida, en ese momento, no es capaz de darle; disfrazándolo de anhelos cumplidos, de realidades etéreas que sólo ellos ven.

Pero lo acontecido en Tailandia hace más de 20 años es un algo más, una demostración tangible de la inexistencia de los límites para quienes persiguen sus sueños. La locura convertida en realidad; lo imposible, construido sobre una inestable base que sentó unos cimientos inquebrantables en la fundación de un equipo de fútbol pero, sobre todo y ante todo, en el establecimiento de unos principios y unos ideales que sólo podían llevarles directos a la gloria.

Un escenario imposible

En el sur de Tailandia se erige la pequeña población de Koh Panyee, conformada por apenas 1.500 o 2.000 personas, dedicadas prácticamente en su totalidad a la pesca. Tan humildes eran sus principios que al llegar a aquellas tierras, hará ahora unos 200 años, no tenían, si quiera, derecho a pisarla a poseerla. Allá por el siglo XVIII sólo los tailandeses tenían derecho sobre aquel lugar; tanto así que aquellos que se establecieron en la zona lo hicieron sobre el agua, dando forma a un pequeño poblado flotante que unía casas y demás construcciones con pasarelas de madera cuyos soportes se hundían en el agua.

Ni siquiera podían permitirse la licencia de emular los logros de sus ídolos

Siendo el lugar apenas una pequeña extensión de madera sobre la bahía, donde para desplazarse era siempre necesario hacerlo en barca, aquellos niños que soñaban viendo a sus ídolos del balón en televisión parecían condenados a eternizar el anhelo; ni siquiera podían concederse la licencia de emular sus logros. Cerrar los ojos y corretear sobre un campo de arena, descalzo, imaginando el mullido tacto del césped bajo los pies y convertir el ruido de las olas en un ensordecedor bramido de la grada; imaginar el estallido del gol en un arco imaginario, el 'uy' enrabietado de la ocasión fallida. Nada de eso parecía si quiera un recurso capaz de saciar la distancia entre los sueños y la cruda realidad, pues ni siquiera existía una extensión de superficie a la que poder denominar 'campo'. El Mundial de 1986, sin embargo, no hizo sino convertirse en una tentadora provocación par aquellos niños, que dieron rienda suelta al sueño.

Manos a la obra por una locura

"El que quiere hacer algo, busca el medio; el que no, busca la excusa". Esta rotunda aseveración de Stephen Dolley bien pudo haber sido la primera piedra en la construcción de una idea alocada; una idea con cabida sólo en la mente de un niño. O de varios. Y es que si no existía ese campo de fútbol donde liberar ilusiones, ellos lo construirían. La ardua tarea de recolectar pedazos de madera para unirlos entre sí hasta crear una superficie en la que echar a rodar el balón, no se vio, en ningún momento, trabada por esos adultos que negaban, con incredulidad y serena resignación, las posibilidades de que la peripecias de aquellos niños acabasen sirviendo de algo. Pero sirvieron.Foto: designboom.com

La superficie, llena de astillas, clavos y de reducidas dimensiones, alimentó su técnica en el juego

En poco se parecía a un campo de fútbol. En poco se parecía, incluso, a una superficie en la que resultase mínimamente recomendable correr. Lleno de astillas, clavos que sobresalían y de reducidas dimensiones, aquel espacio se convertía en todo un desafío para esos muchachos, desterradores de impedimentos y arietes de los muros de la limitación. Decididos a convertir la adversidad en oportunidad, todo aquello que dificultaba la práctica del fútbol, no hizo sino alimentar su técnica en el juego. Si el espacio era pequeño, los regates y pases en corto se potenciarían; si el balón salía fuera del campo, un buen chapuzón lo solucionaría y tanto fue así que la destreza de aquellos muchachos contagió a un pueblo que liberó las reticencias en volandas de la ilusión.

Sin límites

Los recelos iniciales que habían caracterizado a todo aquel que de inicio no formó parte de la alocada idea, acabaron sucumbiendo en una alianza común para abastecer a aquel equipo, el Panyee FC, de una equipación a la altura, que permitiera a los muchachos tomar parte en la Pangha Cup, un torneo que les permitiría dar un paso más en la persecución del sueño, algo que iba incluso más allá de los grandes estadios, de las grandes cifras de fichajes millonarios: la extrapolación de un ideal sin limitación. Y así fue. Con sus correspondientes equipaciones, el equipo tomó parte en el torneo, plantándose, contra todo pronóstico, en las semifinales del mismo. Allí, de nuevo la adversidad sirvió de particular fragua para forjar a fuego el nombre de aquellos muchachos. A fuego o a agua.

En medio de una fuerte lluvia y con el marcador adverso por 2-0; calados hasta los huesos, llenos de barro y cansados pero de nuevo y, como si el más fiel juramento se tornase obligación en sus cabezas, la negativa a claudicar. Bastó con el tiempo de descanso, con despojarse de los zapatos y dar rienda suelta a todas aquellas enseñanzas que, en la tabla flotante de su población natal, les había enseñado a moverse sobre el filo de la navaja; en sus mentes, los recortes, los pases, los controles e incluso las heridas, los parones, los chapuzones. Todo aquello se aunó convertido en refuerzo para establecer un increíble empate en el marcador. Una llamada a la victoria más allá del resultado, que finalmente no acompañó.

El tanto de la derrota no eclipsó la gesta de aquellos niños

En el último minuto de partido, el conjunto rival anotaba el gol del triunfo, un tanto que no eclipsó en absoluto la gesta de aquellos niños que le habían enseñado a su pequeño y reducido mundo que el límite es sólo algo que establecen aquellos que, carentes de osadía y dominados por el miedo al fracaso, se niegan oportunidades de ver avanzar sus sueños, un camino cuyo final nunca es el fracaso porque verdaderamente y más allá de números, el triunfo es la intentona, la no aceptación de barreras y la ilusión como bandera para arrastrar a otras personas en una meta común.

Un nombre forjado de sueños

25 años después, hablar del Paynee FC supone hablar de uno de los clubes de fútbol más exitosos de Tailandia. Siete veces consecutivas campeón Juvenil del torneo, desde 2004 y objeto de documentales, historias escritas y líneas en el particular libro de ese otro fútbol que no brilla ni rebosa magnificencia pero que, como todo lo sencillo, destila un aroma especial porque todo aquello que se logra, sea mucho o poco, deriva de uno mismo.

Si las bases de aquella pequeña población pesquera se sustentaban en esos viejos tablones de madera que se hundían en el agua, anclando sus cimientos, los soportes de aquel equipo no son menos resistentes, aunque a diferencia de aquella pequeña extensión de madera flotante, los límites de aquellos niños, eran inexistentes; una idea extrapolada a un futuro que ha de seguir honrándoles.

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Sobre el autor
Jessica Galera
Mis dos grandes pasiones son la literatura y el fútbol. Me encanta, especialmente, el género literario de la fantasia, todo aquello que no entiende de límites y que transmite la idea de que cualquier cosa es posible. Y esta idea la hago extrapolable al fútbol. Me encanta cualquier jugador que hace de este deporte fantasía. Soy autora del libro 'La Última Alianza' , Managing Editor en VAVEL.com y redactora de la sección del Real Madrid.