14 años de oscuridad. Casi tres lustros de lunes con la cabeza agachada y risas en el trabajo o en el colegio. Así vivía el aficionado rojiblanco los encuentros contra su eterno rival desde el 30 de octubre de 1999. El Atlético había dejado de ser grande, y en cada derbi, el Real Madrid se encargaba de recordárselo. La situación llegó a tal punto que un partido que antes se marcaba en rojo en el calendario, se había convertido en un via crucis de obligado cumplimiento dos veces al año. Los derbis no se afrontaban con pasión, sino con una extraña mezcla de esperanza y nostalgia. “Algún día tendremos que ganar”, ésa era la única manera de soportar tanta derrota.

El Atlético había dejado de ser grande, y en cada derbi, el Real Madrid se encargaba de recordárselo

Ni en su vuelta a Primera, ni como aspirante a los puestos europeos. Ni tan siquiera cuando Neptuno se había vuelto a acostumbrar a vestirse de gala y celebrar títulos. El Atlético sucumbía una vez tras otra. Sólo una ocasión tremendamente especial podría volver a despertar la fe en los aficionados. Tan especial como una final de Copa del Rey. Entonces, la sensación de que el destino le tenía preparada una alegría a la hinchada del Atlético comenzó a extenderse. A fin de cuentas, tanto tiempo de espera merecía una recompensa así. De todas formas el temor no desapareció por completo, y pese a que el partido debía haberse disputado en el Vicente Calderón, desde el propio Atlético se solicitó que se celebrase en el Santiago Bernabéu (no fuera a ser que la historia volviera a repetirse y hubiera que ver cómo el Real Madrid celebraba un título en el Manzanares).

Llegó el 17 de mayo. El discurso de Simeone un día antes dejaba bien claro la trascendencia del partido: “Ojalá podamos ser una esperanza para la sociedad, de que con trabajo, con ir construyendo de a poco, en este año y medio, podemos hacer un buen partido”. Era sin duda el choque para el que, desde que regresó a la que siempre fue su casa, había estado preparando a sus hombres. Y estos respondieron. Primero al gol de Cristiano Ronaldo, luego al asedio de la segunda parte, para finalmente quitarse de encima el último vestigio de ‘el Pupas’ que erróneamente le atribuyó Don Vicente Calderón al perder la final de la Copa de Europa con el Bayern de Munich. Pasarán los años y seguramente Diego Costa y Miranda no habrán terminado de comprender lo que sus goles significaron aquella noche. De ser dos jugadores queridos, se convirtieron en leyendas.

El Atlético vuelve a ser grande. Ya no sólo lo dice la historia, sino que vuelve a comportarse como tal. Los equipos le temen, en España y ya se verá si también en Europa. De momento, este próximo derbi es el primero de muchos en los que el aficionado siente que su equipo le jugará de tú a tú al Real Madrid, del mismo modo que lo hizo con el Barcelona y lo haría con cualquier otro rival que se encontrase enfrente. Esa actitud, en sí misma e independientemente del resultado posterior, supone una bocanada de aire limpio y fresco en unos pulmones hartos de tragar el humo de la desesperación durante años.

Crecimiento constante

Si la final de Copa ha supuesto una liberación para la hinchada del Atlético, en el caso de la plantilla, como bien explicaba Simeone, representa la culminación a un largo periodo de trabajo y preparación. Pero una vez acabado el partido volvía a demostrar su adicción por continuar mejorando. “Hay que seguir”, reconocía. Vivir de las victorias logradas en el pasado no es una de las características que definan al técnico argentino. Por eso, hoy el Atlético es más equipo que aquel 17 de mayo, pero también lo es menos que mañana.

Las piezas pueden variar, pero su ausencia no debilita al equipo. De hecho, hasta la fecha sólo ha demostrado que le hace más fuerte. Se fue Falcao, y Diego Costa recogió el testigo. El gol del empate en la final resultó ser una metáfora de lo que es hoy el equipo. Por lo general, el brasileño se encargaba de hacer el trabajo sucio, y el hasta entonces '9' rojiblanco recibía los elogios y acaparaba todos los focos. Pero en este caso sucedió al revés. Falcao, tras pelearse con Albiol y Khedira, fue quien cedió a su compañero para que éste batiera a Diego López. “Mi etapa aquí se termina. El futuro te pertenece”, parecía decir el colombiano. Casi 4 meses después, Diego Costa ha demostrado ser el alma mater del Atlético.

El equipo hace mejores a sus jugadores, y viceversa. Es un gesto recíproco. El mejor ejemplo queda representado en la figura de Koke. Hace un año, la marcha de Diego, otro peso pesado en el esquema de Simeone, dio lugar su explosión definitiva. Poco a poco, fue tomando presencia en el juego del equipo, se convirtió en el lanzador de las jugadas a balón parado y terminó dando la asistencia a Miranda en el gol de la victoria. Después, la Selección, más asistencias y los ojos de los más poderosos fijándose en cada uno de sus movimientos.

Uno a uno, cada jugador aporta su granito de arena, desde la humildad y el sacrificio que Simeone les ha inculcado, sin hacer caso a los minutos que disputen unos u otros. Todos son importantes y tienen su oportunidad. Esa actitud y la filosofía del ‘partido a partido’ es la que ha permitido al Atlético crecer en menos de 2 años más que en la década previa.