Es per se capciosa la pretensión de desnudar lo que nunca apareció refugiado bajo harapo alguno, como el espíritu pueril de un niño inocente que despunta en una barriada de Madrid o un callejón de Buenos Aires. 

El hincha del Atleti no era el alma más cándida de la pachanga de recreo, pero sí la más apasionada y honesta porque jamás fingió indiferencia por el triunfo bien cuajado de sufrimiento y arrebato, una suerte de flagelación obligatoria que conduce a la victoria verdadera.

Se distingue al aficionado del Atlético por su visceral elocuencia, como si en cada nota del himno, en cada cántico de animación del Manzanares hubiera impregnado un deje a temor inherente al propio sentimiento. Ser del Atleti es convencerse de que ocurrirá la tragedia pero no dejar nunca de soñar el imposible de evitar lo fatídico. 

El colchonero es un fabulador, un poeta o un incrédulo que juega a ser canalla un rato a la semana y explicar así una inclinación que nunca defenderá el raciocinio sino que encuentra acomodo en lo etéreo, el apogeo de la pasión subjetiva que entronca Sabina en un acorde sincero: qué manera de reír, qué manera de sufrir, qué manera de sentir.

El Atleti es la droga de los irreductibles. De los que prestan su aliento a un grito sordo. De los que sufren como niños disfrazados de canallas.