Los primeros prototipos de dispositivos parecidos a mandos a distancia se remontan al siglo XIX, con nombres ilustres de la ingeniería y de la ciencia como Nikola Tesla o Leonardo Torres Quevedo. El invento fue popularizándose gradualmente a lo largo de la pasada centuria, de manera que cuando se extendió el uso de la televisión, era prácticamente inevitable que ambos progresos de la humanidad se encontraran. Desde los años ’50 se comercializaban en los Estados Unidos aparatos que permitían cambiar de canal sin necesidad de levantarse del sofá.

España, por desgracia, iba varias décadas rezagada. A principios de los ’90 ya se vendía en los negocios locales algún televisor dotado de esta tecnología, pero a precios tan prohibitivos que se consideraban lujos de ricos. Además, las emisoras privadas acababan de nacer y aún estaban en pañales, así que, en el fondo, tampoco había necesidad. Por supuesto, olvídense de pantallas planas y de alta definición: al común de los mortales no le quedaba más remedio que quemarse las retinas delante del tubo de rayos catódicos.

Nada se sabía de la charla motivadora que había dado Luis AragonésAunque todavía no se hablara de “galácticos”, la afición atlética sí que tenía asumido que pertenecía a ese común de los mortales. No existía el complejo de inferioridad actual con respecto al vecino blanco, pero sí había un cierto resquemor por las cinco ligas seguidas que acababan de conquistar, que la Copa del 91 contra el Mallorca había aliviado sólo en parte. La parroquia colchonera estaba muy necesitada de un gran acontecimiento que le devolviera la moral.

Por eso, la final del 92, todo un derbi, era una oportunidad que no se podía dejar escapar. Lo sabían todos los rojiblancos, hasta los más pequeños, los que no conocían la época gloriosa de Gárate y compañía más que de oídas y tenían por referente las bravuconadas de un Jesús Gil que, aunque aún no había estafado al club, ya comenzaba a hacer de las suyas. El 30% rojiblanco de la capital, todos los que no consiguieron entrada, se plantó delante de la “caja tonta” con la esperanza de que, por una vez, la fortuna no quisiera vestirse de blanco impoluto.

Pintar Chamartín de rojo

Sin posibilidad de zapping, el viejo Saba del salón, un aparato enorme y pesadísimo a pesar de sus apenas 25 pulgadas, proyectaba aquella noche de junio imágenes fascinantes. El niño atlético admiraba, boquiabierto, el espectáculo del Bernabéu lleno de bufandas y banderas de su gente, el griterío de la hinchada que llenaba la mitad de la casa del rival cuando “los nuestros” saltaron al campo. Nada se sabía aún, y menos podía sospechar un chavalín de ocho años, de la charla motivadora que, minutos antes, había dado Luis Aragonés, ese hombretón parecido al abuelo pero con más pinta de cascarrabias, que dio tanto ardor guerrero a los jugadores como el que se vivía en las gradas del estadio.

Del plantel de los indios destacaba uno que, precisamente, tenía pinta de todo menos de indígena americano. Su melena rubia, su bigotón, su aspecto desgarbado, su nombre impronunciable… era un tipo especial, diferente, uno de esos que, aunque no lo conozcas, sabes que va a marcar la diferencia. Se llamaba Bernd (Bernardo para los amigos) Schuster, procedía precisamente del Real Madrid, llevaba el número 8 y se dedicaba a impartir lecciones de fútbol de las que, años más tarde, intentarían aprender otros como Zidane o Iniesta.

El contraataque, una de las señas de identidad del Atlético de entonces, del Atlético de siempreEnseguida, con el partido ya empezado, Schuster comenzó a dar una clase magistral. Se movía por todo el campo, robaba balones, daba pases imposibles, volvía loca a la retaguardia madridista sin correr más que lo necesario, como sólo los más grandes saben hacer. A los siete minutos, además, tuvo ocasión de demostrarles a sus antiguos jefes en la Casa Blanca que, pese a su temperamento colérico, dejarle marchar había sido un error imperdonable.

Tendillo derribó a Manolo. Fue una falta limpia, no violenta pero clara, una simple zancadilla. Quizás el número 4 madridista se la podía haber ahorrado, ya que el delantero rojiblanco se encontraba aún a una treintena larga de metros de la portería y, además, de espaldas a la línea de fondo. Pero el extremeño era el vigente trofeo Pichichi de la Liga, así que no convenía correr riesgos; a tanta distancia, era un lujo que se podía permitir. Buyo, sin embargo, no estaba tan confiado. Conocía bien al germano, sabía de lo que era capaz. Por eso, indicó ni más ni menos que a cinco compañeros que se pusieran en la barrera, para que no quedara un solo hueco por donde meter la pelota junto a su poste derecho, y él mismo se fue a cubrir el izquierdo.

La escuadra derecha de Buyo

A Bernardo tanta precaución le daba lo mismo. Colocó el balón en el suelo, se echó un poco para atrás y un poco más a la izquierda, para tener el ángulo adecuado con su pie derecho. Nada de poses desafiantes ni gestos de prepotencia, esa moda todavía no había llegado. Corrió hacia el balón y le pegó con el interior de su diestra, haciéndole surcar el cielo a toda velocidad durante dos segundos que parecieron eternos. El disparo salvó la barrera, cogió rosca y se fue a clavar en la misma escuadra, donde ni el guardameta gallego ni un superhéroe de película habrían podido llegar.

El niño de ocho años, delante de su tele sin mando a distancia, ni siquiera celebró el tanto. Estaba mitad maravillado, mitad estupefacto por lo que acababa de contemplar, por el mejor gol de falta jamás visto hasta ahora ni jamás repetido desde entonces. No sólo era la apertura del marcador en una final que empezaba con muy buena pinta. Era una obra de arte, era una trayectoria imposible, era un desafío a las leyes de la física. Era algo que, simplemente, dejaba sin palabras. Demasiado para un crío.

El estado de shock todavía duraría unos minutos más. Unos veinticinco, aproximadamente. Los que tardó Schuster, quién si no, en desbaratar una embestida rival y lanzar el contraataque, una de las señas de identidad del Atlético de entonces, del Atlético de siempre. Con la tremenda velocidad que los de Luis sabían darle a este tipo de jugadas, el balón le cayó quizás a Vizcaíno, quizás a Moya, quizás al mismo Manolo, qué más da. Las 625 líneas del Saba no permitían apreciar tanto detalle.

Sí se vio cómo este desconocido puso un pase en profundidad aparentemente a ninguna parte, y cómo apareció de la nada el otro gran ídolo, el capitán, Paulo Futre. Como un rayo, el portugués atrapó la pelota con su izquierda, desbordó a Chendo, esquivó su intento de patada y volvió a poner un misil en la misma escuadra, en ese ángulo maldito para un Buyo incapaz de reaccionar, y que sólo vio la pelota cuando tuvo que sacarla del fondo de la red.

Ahí sí, ahí el niño gritó, saltó, desbordó alegría, vio que era posible, vio que la victoria contra los de blanco de verdad podía llegar. No le asustó que durante el resto del partido el Atleti se echara atrás y se dedicara a vivir de la renta, si bien pudo sentenciar el partido en algún otro contraataque fulgurante. Tampoco le preocupó que, ya en el segundo tiempo, el árbitro, señor Díaz Vega, indicara penalti por derribo de Abel sobre Butragueño; el gato de Toledo, el hombre del récord Guinness, se encargó él mismo de enmendar su error deteniendo el lanzamiento de Míchel, posiblemente el más odiado de la plantilla rival. No importaba nada. El Atleti aguantaba, incluso dominaba, podían caer más. El Atleti era el Rey de aquella Copa.

Aquel partido forjó carácter. Adquirió para los que lo vivieron un aura mitológica. El niño, el pequeño hombre de ocho años, comprendió que aquello era el Atleti, el que jugando y ganando pelea como el mejor derrochando todo el coraje y el corazón que haga falta. El pequeño hombre supo que, por mucho figurín que tengan al otro lado del río, se les podía vencer, se podía quedar entre todos campeón. Gracias a aquel partido, muchos niños de ocho años tuvieron fuerzas para aguantar las temporadas siguientes, los primeros años duros del gilismo de sociedad anónima deportiva. Fue, para algunos, incluso más impactante que el Doblete. Pero eso ya es otra historia.

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Sobre el autor
Luis Tejo Machuca
Mi mamá me enseñó a leer y escribir; a cambio yo le di mi título de Comunicación Audiovisual de la URJC para que lo colgara en el salón, que dice que queda bonito. Redactor todoterreno, tirando un poco más para lo lo futbolero, sobre todo de Italia y alrededores. Locutor de radio (y de lo que caiga) y hasta fotógrafo en los ratos libres. Menottista, pero moderado, porque como dijo Biagini, las finales no se merecen. Se ganan.