Una jornada más, hay fútbol. Como todas las semanas anteriores desde que comenzara la Liga, los protagonistas se vestirán de corto y se calzarán sus botas de taco para lograr esa victoria, tan ansiada en la competición doméstica, para dar un paso adelante en la consecución de un objetivo. De los diez partidos asignados para el fin de semana, hay uno que destaca sobre los demás: es el derbi gallego, el Deportivo-Celta que se disputará en Riazor.

Tal vez solo esa peculiaridad que adquiere el enfrentamiento sea realidad en tierras gallegas, pero también afecta, aunque sea de forma colateral, a todas aquellas comunidades que durante el campeonato también tienen su propio derbi. Tal vez sea por la familiaridad que se desprende en esas ocasiones, pero ese partido se ve con una mirada distinta.

El derbi gallego no es la fiesta que podría ser

Ese derbi, que se juega a orillas de la playa de Riazor y con la Torre de Hércules alumbrando al fondo, puede parecer que carezca de algunos elementos. Desde la distancia, desde la tierra en la que se vive en derbi amigable, lleno de buenas vibraciones, se siente pena, rabia y algo de tristeza cuando los dos equipos comienzan el encuentro.

La pérdida de lo bello

Tal vez no sea por el partido en sí. El partido es el que es, y algunos pueden ofrecer más espectáculos que otros, es una circunstancia que puede pasar en cualquier partido por muy importante que sea. Sin embargo, tal vez el ambiente apaga, oscurece este derbi del norte. No es una cuestión de quién anima más, más alto o quién lo hace durante los 90 minutos. No. Aunque eso adquiere su importancia, falta esa amistad entre ambas aficiones que hagan del derbi una fiesta.

Desde los kilómetros que separan la Autovía del Norte se siente tristeza por ver cómo un derbi que podría pasar a la historia por uno de buenas vibraciones se queda oscuro, sin ningún ingrediente que diga que es un partido especial, único. Da rabia ver cómo no existe esa cordialidad entre aficiones.

No hace falta prodigar un amor eterno, un amor infinito, un amor a ultranza. Simplemente mostrar un poco de simpatía hacia el rival, hacia el compañero, que en mayor o menor medida, tiene algo en común. Tal vez no defienda los mismos colores en un estadio de fútbol, tal vez quiera que su equipo termine la Liga por encima, pero algo les une. Son de la misma tierra y eso, por mucho fútbol o mucho derbi que se precie, se tiene que notar.

Tal vez la mala relación entre ambas hinchadas no sea de las peores de los derbis españoles, pero ni deportivistas ni celestes pueden sacar pecho de la situación. Es una verdadera pena que esa sea la realidad que impregnan los derbis gallegos. El fútbol es solo eso, fútbol, un deporte, un juego que, por fortuna o desgracia, mueve los estados de ánimo de la mayoría de aficionados.

La buena sintonía no se percibe entre ambas aficiones

El fútbol se ha convertido en algo serio, en el que las reglas del buen hacer han pasado a mejor vida. Ya no se toma como un juego, y es una pena, porque el derbi gallego se podría convertir en una fiesta, en la que coruñeses y vigueses pudiesen vibrar y pasar un buen rato cada uno defendiendo lo suyo. Los piques sanos son una especie de bendición y necesarios en esto del fútbol, también en los derbis gallegos por qué no.

La fiesta haría que este derbi atravesara las fronteras del balompié. Ese es el reto, agrandar ese encuentro peculiar. Se vería con buenos ojos y ganaría adeptos, pero ahora es turno de los aficionados, es turno de saldar la cuenta pendiente.

Iraia Hermosilla, vasca, es la coordinadora de la sección del Athletic Club en VAVEL.com