Verano de 2004. El panorama es desolador en Casa Celta. Un equipo Champions, repleto de estrellas, acababa de descender a Segunda División. El fin de una era. Jugadores como Jesuli, Edu, Mostovoi, Juanfran o Milosevic abandonaron el club vigués que afrontó el reto de volver a la máxima categoría con un puñado de fichajes, veteranos ilustres que se quedaron, como Giovanella, Gustavo López o Sánchez y nuevas promesas decididas a aprovechar la “oportunidad” de jugar en una categoría menor para meter la cabeza en el primer equipo.

Oubiña puso el equilibrio en un equipo muy ofensivo

En el caso de Borja Oubiña, la situación le sirvió para volverse un referente. El vigués no necesitó de la Seguna para meter la cabeza; ya lo había hecho eñ año anterior debutando en Champions contra el Arsenal y posicionándose como el primer canterano en asomar en el Celta en mucho tiempo. La Segunda División le sirvió para pasar de promesa a realidad, como corresponde a la adquisición de su mítico dorsal, el 4, dejando atrás el 28 con el que debutara con el primer equipo la campaña anterior.

Vázquez le dio el timón

Como a cualquier recién descendido, al Celta le costó arrancar. El nuevo entrenador, Fernando Vázquez, probó con varios sistemas, pero sin terminar de dar con la tecla. Finalmente, el de Castrofeito encontró en el 1-4-1-4-1 el dibujo perfecto para un equipo que empezó a carburar y a escalar posiciones. Borja Oubiña era la clave. Por detrás de Cannobio y Jandro, el canterano tenía la obligación de coser a un equipo muy ofensivo por el medio y de dar una salida clara y rápida de balón. Sin ningún problema. Con el paso de los partidos, el mediocentro fue creciendo y el Celta también, de su mano.

Los de Vázquez encadenaron ocho victorias consecutivas en el arranque de la segunda vuelta. Ya eran claros candidatos al ascenso. Oubiña era el mariscal. Primer pase veloz y preciso, juego a un toque y clarividencia en el reparto de juego. A su calidad se unía una exuberancia física que le permitía barrer toda la zona ancha y recuperar una cantidad de balones inaudita, a pesar de jugar como único mediocentro por detrás de dos mediapuntas natos.

Aparece la cara amarga de su vida

Las lesiones le frenaron, pero volvió más fuerte

Todo iba fenomenal en lo colectivo y en lo personal para Oubiña hasta que las lesiones que marcaron su carrera se cruzaron en su camino. Una molestia pubalgia le obligó a parar, pero las ganas de ayudar al Celta para alcanzar el ascenso pudieron más que la prudencia y Borja regresó en la jornada 35, contra el Valladolid en Balaídos. Doce minutos duraron sus expectativas. El mediocentro se rompió el adductor y tuvo que ser sustituido con casi todo el partido por delante. La temporada había terminado para él y su paso por quirófano se volvió obligatorio.

Desde la grada, Oubiña pudo ver como sus compañeros lograban el ansiado ascenso, no una, sino dos veces. La victoria en la jornada 40 contra el Xerez encaminaba a los celestes a Primera, sin embargo, una sanción por alineación indebida del jugador del filial Toni Moral pospuso la fiesta. El Celta tuvo que sufrirlo y mucho. Dio vida al Eibar, que ganó en Balaídos en la penúltima jornada, y tuvo que esperar al partido definitivo, en Lleida, para certificar —esta vez sí— el regreso a la máxima categoría con goles de Jandro y Perera.

En aquella época, Borja Oubiña experimentó aquello de que lo que no te mata te hace más fuerte. Regresó en plena forma la temporada siguiente y ya en Primera firmó la que para muchos fue su mejor temporada como futbolista, liderando a un Celta que brilló con luz propia y alcanzó la que a día de hoy es su última clasificación europea y jugando en la selección española. Pero como dicen los clásicos, eso será en el próximo capítulo.

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