Dicen que nada es igual que la primera vez. La primera vez que escuchas una canción, que les un libro, o un poema, la primera vez que pruebas una deliciosa comida, o la primera vez que sientes como el amor eriza tu piel. El motivo de tus desvelos, de tus desbocadas alegrías, de tus inconsolables llantos. El amor. El primer amor.

Donde hubo fuego, siempre quedan cenizas

Después de ese primer cosquilleo ya nada es igual. Puede ser peor, puede ser mejor. Pero no es igual. Puede ocurrir que en el proceso de crecimiento halles tu media naranja tras varios intentos. O puede ser que el amor de tu vida sea esa adolescente, esa chica de tu clase, o de tu barrio. Esa con la que intercambiabas miradas mientras pateabas una pelota —o cualquier sustitutivo, llámese lata de refresco, trapos enrollados, o piedras— con tus colegas. Esa que hace que te mueras de vergüenza cuando piensas en invitarla a pasear por el parque, esa que hace que te cagues en los pantalones cuando la tienes cerca, esa que provoca una estampida de escalofríos por tu espalda cuando la tocas.

Ningún otro amor terminó de colmarle.

El Celta es esa chica para Iago Aspas. Esa chica junto a la que creció, esa chica de la que vivió enamorado en secreto años y a la que sorprendió con un majestuosa y espontánea cita, saldada con dos goles contra el Alavés y una permanencia en Segunda División que evitaba una desaparición casi segura. Como cualquier adolescente, el chico Aspas desató toda su pasión al sentirse correspondido. Un amor intenso, desbordante, un torrente de emociones que se tradujo en 23 goles en Segunda y un ascenso, y doce goles en Primera y una permanencia milagrosa.

La llama, que nunca se apagó, arde de nuevo en Casa Celta

Pero después de aquello llegó el punto final. Iago se marchó con una inglesa vestida de rojo, no sin antes dejar nueve millones en caja. Pero la cosa no funcionó. Sería más guapa, tendría más joyas. Pero no era lo mismo. ¿El choque cultural? ¿El idioma tal vez? Aquel escarceo se quebró como la escarcha, y Aspas encontró consuelo en los brazos de una sureña que sí hablaba su misma lengua. La cosa fue algo mejor, pero las continuas discusiones y pérdidas de confianza no hacían más que la añoranza de su primer amor fuera más grande. Todavía más grande.

La levedad de la agitación

Y la rueda siguió girando. Y donde hubo fuego, siempre quedan cenizas. Los caminos de Iago Aspas y Celta han vuelto a cruzarse. De nuevo en los brazos del primer amor. De nuevo sentir ese hormigueo tan especial, irrepetible, irreproducible. De nuevo ese amor puro, amor de juventud, amor sin esperar nada más a cambio que disfrutar el uno del otro. En esas tardes de domingo —más bien en noches, si la LFP sigue igual con los horarios—.

Vuelve la pasión del primer amor.

Un reencuentro con un Iago más maduro, más sereno, más experto. Los errores de juventud quedan atrás. Pero no el fuego. Porque no es lo mismo ímpetu que pasión. Y no es lo mismo el amor de un niño, que el amor de un hombre. Lo que sí esperan Aspas y el Celta es que su fútbol sea igual que antaño. Un caminar liviano, casi imperceptible, como el de un ave, pero que provoca una agitación sin igual. Una bomba latente, siempre a punto para estallar. Una facilidad innata para aglutinar juego a su alrededor, para asociarse, para ser solución para el compañero. Un ataque de altísimos kilates junto a Nolito, Orellana y Santi Mina —siempre y cuando ninguno se vaya— y un cariño intacto, listo para volver a crecer.

Una llama se ha encendido en Casa Celta. Una llama que, en realidad, jamás se apagó. Historia predestinadas a cruzarse. Caminos que no se entienden el uno sin el otro. No hace falta pasar toda la vida en un equipo para ser un one club man. No cuando siempre está en tu corazón, en el corazón celeste de Iago Aspas y en el corazón del celtismo, que nunca olvidó al Agitador que lo hacía latir con más fuerza.