Dicen que el fútbol no tiene memoria. Y algo así debe estar pensando estos días Pedro Pablo Hernández, conocido futbolísticamente como el “Tucu” en alusión a la provincia que le vio nacer un 24 de octubre del 86. El argentino con pasaporte chileno es el protagonista de la última semana en casa Celta a raíz de su gran partido el día que el celtismo más lo anhelaba. 

De nuevo en un gran ocasión, en un gran escenario. Y quizás cuándo menos se le esperaba.

Pablo Hernández en el encuentro de vuelta de cuartos de Copa

Le ha costado a Hernández asentarse en el mundo del fútbol. Y si lo ha conseguido es, en buena parte, gracias a Eduardo Berizzo. Un giro de última hora en unas negociaciones le juntó con el Toto, y desde entonces, el éxito de Berizzo es el suyo. 

Durante años, el espigado chileno vagó por el fútbol argentino y uruguayo para acabar de perderse en la MLS norteamericana, cementerio de elefantes del fútbol actual y en la que recaló con apenas 24 años. 

La aventura americana le duró 16 partidos y tras una temporada hastiado, estaba decidido a volver a casa. El acuerdo con el Arsenal de Sarandí argentino estaba hecho cuando el Toto llamó a su puerta. El que fuera mano derecha de Bielsa en “La Roja” dirigía al conjunto de O’Higgins, de la ciudad chilena de Rancagua, y vio en Hernández talento sin aprovechar. Le mimó, le dio minutos y le ubicó en un terreno de juego en la posición en la que más cómodo se ha sentido como futbolista, la del 10, la mediapunta. Juntos consiguieron el primer título de la historia del modesto club chileno un 10 de diciembre de 2013. Su gol valió el primer Torneo Apertura del conjunto, el primero del club y una clasificación para la Copa Libertadores.

Sus números no dejaban lugar a dudas, 11 goles en todo el torneo, incluido el gol de la finalísima contra Universidad Católica en un encuentro que quedaría grabado a fuego en una afición que le idolatra. A partir de ahí comenzó a resonar su nombre. El nombre de un mediapunta no muy al uso, caracterizado por la técnica, la visión de juego exquisita y el poderoso juego aéreo.

Con el título y la gran temporada en 2013 del conjunto rancaguense, su técnico cruzó el charco. Eduardo Berizzo era reclamado, entonces, para ponerse a las órdenes del Celta de Vigo, equipo en el que ya militara en su época de jugador. Casi la primera orden del técnico argentino fue evaluar las posibilidades de tener consigo al mediapunta que había revolucionado Chile.

Lo cierto es que ese Celta del verano de 2014 había perdido de una tacada a su técnico más ilusionante en años, y a una de sus figuras destacadas del anterior campeonato. Rafinha Alcántara emprendía el ya conocido viaje de vuelta tras cesión a la Ciudad Condal. Por ser hijo de quien es y por la calidad que atesoró en el vetusto estadio vigués, su marcha dejaba un vacío en la afición celtiña y en el sistema que pretendía implantar Berizzo. Y por ahí empezó a sonar la figura de un zurdo sudamericano: de calidad incontestable, con gusto por la asociación, con buen juego aéreo y buena aportación desde segunda línea pero de ritmo lento. Su fichaje por el club de Balaídos se hizo efectivo ese mismo verano.

Y comenzó mal su andadura. Pablo Hernández se lesionó prácticamente al poner un pie en Vigo. Dicha lesión de carácter muscular le apartó de la convocatoria de la Chile de Sampaoli y, por lo tanto, del Mundial de 2014 a cuya final llegaría el (ex) céltico Augusto Fernández con Argentina. 

Le costó arrancar. Se vendió a un futbolista que venía a sustituir a Rafinha que, en una sola temporada, dejara huella. Sin pretemporada, ni aclimatación, fue incluido por Berizzo en un sistema poco pensado para su figura. El 4-3-3 que tan buenos resultados diera con Luís Enrique parecía el dibujo adecuado para el Celta, pero obviaba la figura del mediapunta. Y ahí parecía incluido con calzador el Tucu, un jugador con poca adaptación a los interiores del mediocampo, y con poco sacrificio defensivo como para obrar de única ancla defensiva del equipo. Se comenzaba a ver a un futbolista perdido sobre el verde, manejando el balón a un ritmo diferente al de sus compañeros. El, por entonces, 5 del Celta era proclive a la pausa en un conjunto dominado por frenéticos bajitos que buscaban con verticalidad el marco contrario. Además, cuando las cosas no le salían bien de primeras, desaparecía sobre el terreno de juego, sin aportación en ataque ni en defensa.

Y oportunidades para demostrar no le faltaron. Berizzo como su valedor, sabía de la calidad del Tucumano, y le siguió dando cancha. Apenas se pudieron ver destellos de esa calidad que se le presuponía. Un genial encuentro en el Vicente Calderón, con un gran gol de tacón incluido, y poco más. Esa confianza ciega en un futbolista que restaba minutos a hombres más del gusto de la grada como Álex López o Radoja y el hecho de que llegara por un gran desembolso para un conjunto como el Celta (2.2 millones de euros) hicieron que la paciencia de la afición se agotara. Lo cierto es que una parte del celtismo (sin generalizar) no obró bien. Por Balaídos comenzaron a escucharse silbidos que inquietaban al futbolista, que trasladaba el nerviosismo a cada una de sus actuaciones.

La finalización de la temporada fue la mejor noticia para el Tucu. Y como el fútbol siempre te da una oportunidad de recuperarte, y de eso sabía mucho el protagonista de este artículo, el chileno se ha rehecho. Los aficionados están ante la historia de un futbolista de un perfil poco común en lo futbolístico. Pero al que no le falta ética de trabajo. Cuando más resonaban las críticas de sectores de la afición celtiña, Hernández ha sabido acallar todas y cada una de ellas. 

La ausencia de Krohn-Dehli, que hacía las maletas rumbo a Sevilla, le daba una nueva reválida al chileno. Y parece que no la ha desaprovechado. Este curso ha ido mostrando un fútbol regular que sin duda no exhibió la pasada campaña. Además, ha subido un par de marchas para situarse al nivel físico del equipo y encajar perfectamente en un sistema en el que se compenetra con sus mejores baluartes. Ha sabido aportar lo mejor de sí mismo. Por fin han llegado grandes actuaciones. Contra el Villarreal, Madrid, Sporting, además de Anoeta y el Calderón. 

A esto hay que añadirle que el Tucu es de esos jugadores que parece abonados a las grandes citas. 

Cuando el partido agonizaba en Anoeta, donde el Celta llevaba 16 años sin conocer la victoria, se sacó un zurdazo desde fuera del área en dirección a la escuadra. La rabia con la que celebró dicho gol habla de la necesidad que tenía el futbolista de desquitarse, de sentirse importante.

Pocas veces se le ha tenido que achacar a Berizzo poca planificación en las decisiones que ha tomado, ni que las hiciera en favor de un Celta que sin lugar a dudas, ha crecido a todos los niveles. Con el Tucu parece que tampoco se equivocaba. Su gran último partido en el Calderón, en el encuentro más importante en 15 años para un celtismo falto de grandes gestas y en un estadio en el que, a este paso, se convertirá en persona non grata, viene a confirmar que el futbolista llegó al club con una idea, y va camino de lograrla. Le ha costado un año, sudor, quizás alguna lágrima y muchísimo trabajo, pero la aportación futbolística del Tucu al Celta ya es una realidad.

Su rostro orgulloso en sala de prensa el día después de colaborar con dos goles a que el Celta estuviera en una semi copera 15 años después decía mucho. Su idea, recogida en sus declaraciones ese día, es hacer historia con el equipo vigués. Por lo de pronto, ha escrito su nombre con claridad en las páginas de la historia celeste.

El jugador que ya dio el único título de sus vitrinas al modesto club provinciano de Chile parece querer repetir la historia. El futbolista al que se le negaron oportunidades, y se le criticaron otras, quiere más.

El Tucu ya es un céltico más.