1988. Reinaba en Europa un tal Marco Van Basten, y lo haría también bajo las órdenes de Rinus Michels en la Eurocopa de la Alemania Federal disputada en junio de ese año. Holanda estaba de moda. Sin embargo, algo se removía en las profundidades de la Liga española, concretamente en Segunda División. Apenas un mes antes, un solitario gol de Celeiro en el minuto 92 de partido daba al Deportivo la victoria ante el Racing de Santander y la permanencia en la categoría de plata, beneficiado también por la victoria del Xerez ante el filial del Athletic de Bilbao. Curiosamente, fue en Jerez donde se inició la andadura del que, con sus luces y sombras, ha sido el presidente más carismático de la historia del Deportivo. Lendoiro dejaba atrás su exitosa etapa en el Hockey Club Liceo y se puso manos a la obra para sacar del pozo a un club con una deuda estratosférica en aquellos tiempos, 500 millones de las antiguas pesetas. Junto a él, su inseparable insignia del club que fundó con apenas 15 años, el Ural.

Lendoiro siempre fue un visionario. Un hombre de fútbol, tal y como se acordó de recordar en la presentación de su candidatura electoral en el mes de diciembre. Hubo quien se empeñó en ubicarlo en esa estirpe de dirigentes que, a lo largo, de los 90, captaban incluso más titulares que sus propios futbolistas. Ramón Mendoza, José Luis Núñez, Jesús Gil, Ruiz-Mateos y, a pocos kilómetros de casa, todo un carácter como José María Caneda. Sin embargo, Lendoiro siempre fue un paso por delante. No fue un futbolista brillante, pero siempre tuvo un instinto nato para detectar el talento con la pelota en su entorno.

Recordaba Santiago Segurola hace ahora trece años un detalle que define la naturaleza atrevida de un dirigente que siempre se empeñó en quemar etapas a una velocidad de vértigo: el fichaje de Bebeto y Mauro Silva. De la contratación de ambos siempre captó la atención la forma de Lendoiro de convencer al punta carioca, con un collar de Sargadelos y varios libros de la ciudad de A Coruña como primer plato. No obstante, lo importante es que el presidente blanquiazul se atrevió a bucear en un mercado evitado a menudo por los clubes europeos por la creencia de que los futbolistas brasileños se diluían al llegar a Europa. Años más tarde, Bebeto era un ídolo del deportivismo y Mauro acumuló los aplausos de un fútbol que siempre le echará de menos.

Las incorporaciones de ambos fueron un ejemplo de astucia. Una jugada maestra que sólo se empañó por la tradicional desconfianza de un dirigente al que los círculos políticos e informativos de A Coruña trataron de mantener en un segundo plano. A muchos deportivistas de hoy, esos años -bien por desinterés o por desconocimiento- les parecen ecos de un pasado intrascendente. Sin embargo, su Camina o Revienta llegó a muchos salones más allá de A Coruña, y lo que en su momento pudo parecer una bravuconada pasó a ser una doctrina de fe. Así lo hizo saber Lendoiro, por ejemplo, tras la victoria del Deportivo en Villa Park que les otorgó el pase a la tercera ronda de la Copa de la UEFA en el año 1995: "Podernos ganarle a cualquiera porque somos un equipo grande. A mí no me importaría jugar contra Juventus o Inter. Ahora bien, tampoco debemos pensar que las cosas van a ser fáciles".

Entre Rivaldos y Djalminhas, Lendoiro también compitió en su momento por asomar la cabeza en un mercado francés que en 1996 comenzaba a explotar Arsène Wenger. Así llegaron futbolistas como Martins o Ziani, exponentes de un caladero de talento inagotable. Más sonado fue el caso de Sylvain Wiltord, promesa incipiente del Rennes que tras un gran papel en los Juegos Olímpicos de Atlanta pasó fugazmente por la Plaza de Pontevedra en julio de 1997, a donde llegó por cerca de 300 millones de pesetas. Apenas un mes más tarde embarcó rumbo al Girondins por el triple del traspaso que había pagado el Deportivo a los bretones. Otra jugada inteligente de un dirigente que perdió fuelle como gestor en su última década de mandato.

Con la consecución de la Liga, el Centenariazo y el hito que supuso alcanzar las semifinales de la Champions League, Lendoiro puso a una ciudad de apenas 250.000 habitantes en el punto de mira de todo el planeta. La imposibilidad de sostener ese ritmo a la hora de acometer traspasos y salarios en un fútbol cada vez más globalizado dio comienzo a la caída libre de un club donde la masa social recuerda con añoranza aquellos años y asume con un admirable estoicismo que, pese al sufrimiento actual de la entidad, vivir las noches mágicas de Old Trafford o Delle Alpi fue un coste asumible.

Curiosamente, Lendoiro se irá tras un partido en el que se reencontrará con una de las figuras que más ha marcado sus últimos años de mandato: Juan Carlos Valerón. Tachado a menudo de inflexible y poco dado a delegar sus decisiones, Lendoiro también sufrió las consecuencias de sus roces con iconos de la entidad como Fran o el propio Bebeto, así como el legendario Arsenio Iglesias. Dado a ir hasta el final con todas las consecuencias, el dirigente corcubionés encontró en Valerón ese equilibrio necesario para dar pausa y tranquilidad a un vestuario donde en la actualidad sólo un viejo rockero como Manuel Pablo conoce cómo se gestó aquel viaje a la gloria. Ahora, acompañado de un campeón del mundo como Marchena, trata de inculcar su experiencia y saber estar a un grupo de jóvenes que, en su mayoría, creció en torno a esa multitud que festejó en Cuatro Caminos el gol de Alfredo Santaelena en la Copa del Rey de 1995 o los de Sergio y Diego Tristán en el Santiago Bernabéu. 

25 años después, el viaje que comenzó inaugurando en Jerez de la Frontera el Estadio de Chapín llega a su punto y final. Una travesía inigualable que deja un legado tan cargado de preocupación como de fabulosos recuerdos. Puede que el fútbol no vuelva a facilitar el desarrollo de una historia así, pero siempre habrá un precedente, el del Deportivo. El gol de Celeiro supuso las primeras líneas de un libro en blanco al que pocos auguraban más de un capítulo. Lendoiro escribió con ahínco y plasmó su sueño. El sueño de muchos. Ahora llegó el momento de frotarse los ojos, desperezarse y exprimir cada minuto para recuperar a un club que, tras los años de vino y rosas, logró que sus colores alcanzasen tierras remotas como Hong-Kong, Turquía o Sudamérica. Es un sentimiento, no traten de entenderlo.