Todo surge rápido y casi de manera imperceptible, como cuestión de magia. Quizá el secreto haya sido la humildad, quizá el trabajo, o bien el capricho del destino de haber puesto cada pieza en su sitio en el momento oportuno.

El fútbol de los años 90 entiende poco de factores externos al juego y concede oportunidades a aquellos que saben percibirlas. Se inicia un nuevo camino para el Deportivo, una muda completa en cuanto a identidad, aspiraciones y filosofía en un giro completamente inesperado, pero real.

El Deportivo que asciende y desciende se detiene de manera repentina. Se agarra agónicamente al mundo en una Promoción por la permanencia en la que 180 minutos de infarto dan como resultado un abrazo entre lágrimas de alegría en un Benito Villamarín que espera lo de siempre, el designio habitual, el blanquiazul caminando por Segunda.

Ocurre ciertamente lo contrario y sel fútbol concede a los coruñeses una oportunidad de oro para continuar en la élite. De ahí en adelante, un camino sin complejos. Son los paso de un joven SúperDépor que se inicia casi por primera vez de manera seria en los duros avatares de la competición dominada por los de siempre.

Se mira hacia Madrid, Barcelona, Valencia y al lejano y todavía inexplorado Brasil para crear una plantilla caracterizada por el equilibrio entre calidad y entrega, entre experiencia y juventud comandada desde el banquillo por pura sabiduría.

La temporada pasa en un abrir y cerrar de ojos, entre vítores a goles a ritmo de samba y entre aclamaciones a zurdas de 10. La admiración al trabajo y al mérito deportivista goza de la unanimidad de toda España y el blanquiazul se convierte en un color con presencia en el corazón de todo amante de este deporte. En la competición local se consigue podium y Europa es el premio a una campaña surgida de la nada.

El SúperDépor es increíble pero cierto y se disfraza de joven que camina valiente, sin complejos y sin nada que perder por un panorama que denominan fútbol pero que acaba siendo tan ejemplificante como la vida misma.

El joven no camina solo y son milies los corazones que se contagian del romanticismo de la heroica confiando en la justicia y en el pleno merecimiento.

Corre el 14 de mayo de 1994. Una ciudad entera se sumerge en un estado de euforia que traspasa fronteras en un ejercicio de pura pasión, orgullo e identidad por unos colores.

El joven SúperDépor se enfrenta a la jornada histórica "a cara descubierta", ajeno a consejos de un sabio que reclama prudencia y contagiado por un sentir colectivo de euforia que puede suponer un arma de doble filo, dar alas para el triunfo o paralizar hacia la derrota.

Desde el otro extremo del mapa, el rival juega dos encuentros en una muestra de que la experiencia en la competición es un grado y haciendo todavía más loable el esfuerzo de sinceridad del lado blanquiazul. El acto transcurre bajo el signo del despropósito y la batalla final en Riazor es cruda hasta que un pitido señala los 11 metros.

Un 11 duda, un 8 en el banquillo siente impotencia y el sabio abre su mano para señalar a un espigado 5 que debe espantar fantasmas pasados, cuando Buyo ataja una pena máxima pocas jornadas atrás en el Bernabeu.

Una imagen que pasará a la historia, un suspiro del balcánico antes de patear. En ese gesto, la fuerza de miles de corazones se diluye en un golpe que practicamente no imprime fuerza a un balón maldito que acaba en unas manos que claman victoria. Cuerpos extenuados por el esfuerzo y la presión caen al césped, las lágrimas se mezclan con el agradecimiento y todo acaba.

Se suele decir que de los errores se aprende y que para crecer es necesario cierto sufrimiento. Como si de la vida misma se tratase, aquel 14 de mayo del 94 pudo acabar en moraleja para aquel joven SúperDépor valiente, sincero y admirado.

Hoy se cumplen nada más y nada menos que 20 años de un fin que pudo suponer un principio.