El paisaje de aquel lugar presentaba un color y textura homogéneas, uniformes. Una estampa nevada y un coche que pasa. Una oficial de policía embarazada, amable y tranquila, que cada día cuenta las horas que faltan para reunirse de nuevo con su dulce marido, es encargada de investigar un secuestro cercado por anomalías jamás vistas en un recóndito pueblo de Minnesota. En 1996, los hermanos Coen dieron a luz Fargo, una película cuyo enrarecido ambiente e inusitados diálogos hacen que, casi 20 años después, siga sin dejar indiferente a nadie.

Este último año los aficionados a las series han sido testigos del eco que el tiempo ha provocado en una historia que marcaría un antes y un después, un rebufo aprovechado por la productora FX para ofrecernos otra corrosiva narrativa ambientada en el excepcional mundo creado por los Coen. En ella se demuestra la verdadera enjundia de un actor llamado Martin Freeman, que interpreta a un hombre impotente en su matrimonio que decide escupir toda la basura tragada a lo largo de su vida; también que una novata como Allison Tolman puede llegar a hacer olvidar (no del todo, resulta imposible) la asombrosa actuación de la oscarizada Frances McDormand.

La serie posee el mismo título que su musa, y en ella una parte de la audiencia ha podido ver al asesino con el semblante más abyecto de toda la pequeña pantalla, encarnado por Billy Bob Thornton en un papel idóneo para uno de los líderes del humor negro. Su nombre es Lorne Malvo y es, ante todo, un profesional, un tipo que trabaja solo y que, desde el mayor de los sosiegos, lleva a cabo su trabajo de una forma tremendamente anodina.

En el mundo del fútbol también existen casos en los que un hombre tiene que hacer el trabajo solo; futbolistas que, lejos de darse por vencidos, presentan una profesionalidad incombustible por una simple cuestión deontológica. Cuando llegó a la ciudad herculina, sus avales aseguraban que sería el nuevo Balotelli; aunque lo cierto es que su labor en el campo inspira algo muy diferente porque se trata de un jugador que rezuma intensidad y actitud en cada pelota que disputa. Iván Cavaleiro ha demostrado que es un profesional y que, desgraciadamente, también trabaja solo. No deja de sorprender, ya que el mayor peligro que el Deportivo consigue povocar nace de sus botas: tirando desmarques, cayendo a la banda y desprendiendo electricidad en cada una de sus aportaciones. Al igual que Malvo, el portugués (propiedad del Benfica), desarrolla una empresa apenas sin socios y de una forma del todo competente, sazonada con la salitre del bravío, producto de su entrega.

Este verano, un Deportivo en concurso de acreedores consiguió hacerse con los servicios de unos cuantos jugadores, si no de renombre, con unas cualidades individuales del todo ilusionantes para una entidad que precisa continuidad en Primera División. Jugadores como Cuenca o Fariña llegaron a Coruña con la etiqueta de estrellas (dentro de un club como el Dépor); no es para menos: se trata de jugadores con gratas aptitudes y realmente desequilibrantes, pero no están ofreciendo, ni de lejos, su mejor nivel. Igual que Cavaleiro, son mediapuntas que viven de las individualidades, con la salvedad de que el portugués se gusta en la asociación y en ningún momento deja de lado esa presión que tanto le caracteriza.

Es tiempo de apretar los dientes, cerrar filas y no dejar de trabajar: la clasificación comienza a coger forma y los coruñeses se dan por aludidos. El Deportivo, en crisis colectiva e individual, sabe que sus posibilidades pasan por un Cavaleiro que cada día medra como jugador al demostrar que la calidad no riñe con el sacrificio.