Era el partido de vuelta de la final de la UEFA del 88 y el Bayern Leverkusen había conseguido empatar la eliminatioria en los últimos 45 minutos de partido. Tras el 3-0 en el mítico e inexpugnable Estadio de Sarrià, todos, incluido los jugadores, pensaban que la final estaba ganada pero en tierras alemanas el Espanyol bajó a la tierra del modo más cruel posible. Tras una garrafal duda a un metro de la línea de gol llegó el primer tanto de los alemanes, al que los espanyolistas no supieron sobreponerse y se empequeñecieron dando paso a los otros dos goles que llevarían a los penaltis. Finalizaba el tiempo reglamentario y la fortuna no llegó a tiempo a su cita con los blanquiazules. Sebastián Losada fallaba su pena máxima en la fatídica tanda de penaltis. Un segundo lo cambió todo. ¿Qué sería del Espanyol, el equipo humilde de Barcelona, si hubiera ganado aquella UEFA? Nadie lo sabe, pero a partir de aquel día el Espanyol se hizo un poco más grande.

El orgullo era más fuerte que la decepción Los jugadores lloraban desconsoladamente sobre el maltrecho césped mientras Javier Clemente mantenía el tipo pero sin asimilar lo que había sucedido. Un equipo sin experiencia y sin grandes jugadores había llegado a la final de la UEFA llevándose por delante a equipos de enorme entidad como el Borussia Dortmund, Inter o el magnífico Milan de Gullit, Maldini y Marco van Basten pero había caído derrotado en el último suspiro. Una  proeza irrepetible en la que David venció  a tres Goliats para enredarse en un zarzal y morir desangrado, un auténtico náufrago que nadó miles de kilómetros para morir en la orilla. 

Pero el tamaño de esa gesta no se vio hasta que el equipo llegó a Barcelona. Los desanimados jugadores, que no daban crédito a lo sucedido, traspasaban uno a uno la puerta del aeropuerto  para toparse con la afición amontonada en la terminal esperando para poder fundirse en un abrazo con sus héroes. Contra todo pronóstico, la parroquia blanquiazul estaba alegre aún habiendo perdido la final. El orgullo de haber visto que cada jugador se dejaba la piel en el campo, jugara más o menos minutos, era más fuerte que la decepción que azotaba cada rincón de la Ciudad Condal.

La UEFA del 88 fue algo asombroso. Barcelona, ciudad azulgrana por excelencia, fue blanquiazul durante la aventura europea del Espanyol. La fuente de Canaletas, lugar de culto al triunfo barcelonista, fue tomada por la hinchada perica cuando el Espanyol consiguió pasar a la final tras superar al Brujas.

Barcelona fue blanquiazul durante la aventura europea del Espanyol No sería hasta 2007 cuando el conjunto periquito tuvo la oportunidad de jugar otra final de la UEFA, esta vez contra el Sevilla. En dicha final había un superviviente de la del 88 aunque no estuviera jugando. Ernesto Valverde era el capitán que dirigía al Espanyol por los mares de Europa y la travesía quedó, de nuevo, a medias. Andrés Palop fue el encargado de bombardear el buque periquito con sus paradas en la tanda de penaltis. Aquello fue una especie de déjà vu, volver a desenterrar a los fantasmas de un doloroso pasado. El destino volvía a dejar al Espanyol con la miel en los labios. La misma final con el mismo desenlace.

El Espanyol ha sido, y es, un club humilde sin grandes recursos económicos que no ha rechazado nunca la oportunidad de hacer cosas grandes. Un equipo marcado por el recuerdo de una hazaña histórica que le abrió las puertas del mundo.