Esta noche, damas y caballeros, desde los rincones más remotos del mundo donde las artes oscuras aun viven les presento al hombre que ha desvelado estos misterios. Para demostrar cómo las leyes de la naturaleza pueden ser alteradas. Esta noche les presento a... Leo Messi. Algo así debía pensar el speaker del Camp Nou segundos antes de que Angelo Boonman alzase al cielo estrellado de la noche barcelonesa una tablilla con el número '10' en un verde esperanza, en un verde que promulgaba una palabra: ilusión. Un pequeño argentino que apenas alcanza el metro setenta de estatura y que es mundialmente conocido por su irrevocable calidad futbolística se proponía a realizar uno de sus actos más arriesgados en su ya dilatada carrera deportiva, pese a su temprana edad. Dicen que las grandes esencias se guardan en frascos pequeños y la actual época dorada del barcelonismo ha encontrado su máximo exponente en el rosarino.

Llegado de uno de los rincones más remotos del mundo como es el barrio de Grandoli en la víspera de la grave debacle económica del país albiceleste acaecida a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI. Precisamente y como el film de Neil Burger reza en sus inicios, "donde las artes oscuras aún viven". Porque en medio de la tempestad, en medio de la más absoluta y abultada opacidad futbolística vista en el feudo azulgrana desde hace varios años, aparecía el portador de ilusión. Aquel que durante años ha conseguido desvelar los misterios de un deporte que parecía ya inventado tras el paso de magos del balón y genios del balompié. Ese que no concibe una batalla futbolística sin su concurso para tratar de quebrantar todo aquel hito establecido con anterioridad por aquellos que parecían insuperables, cabalgando con majestuosidad sobre una alfombra verde impregnada del rocío nocturno que tanta gloria le ha dado.

"Solo con su presencia cambia los estados de ánimo", Piqué

Su aparición fue escueta, corta y fugaz. Precisa y sin fisuras. Tenía una única misión: voltear el ánimo de aquellos que vibraron con él, volver a dar alas a un equipo y una afición que no duda en afirmar que entre ellos se encuentra uno de los elegidos. Ser aquel que fue, y que es, pero sin llegar a serlo. Él era el único que podía demostrar cómo las leyes de la naturaleza pueden ser alteradas. Ya había resurgido y abatido cualquier impedimento físico años atrás, cuando ninguno de aquellos que en la noche del 10 de abril vibraron o sufrieron su poder podían siquiera imaginar lo que estaba por venir. Aquella servilleta en Barcelona, aquel tratamiento de 900$ al mes que nos regaló magia durante años y la ilusión durante unos minutos para solventar algo que se antojaba arduo complicado. Pudo con una enfermedad crónica y ahora debía combatir y convivir una dolencia física aflorada días atrás, cuando atizó con una simbiosis de virulencia y preciosidad aquella esfera de cuero buscando la portería que poco antes ya había encontrado. De repente un latigazo recorrió su pierna y azotó la de millones de culés.

Pero como cualquier futbolista que había logrado alzarse a la categoría de mito, debía cumplir una de esas actuaciones épicas en las que su físico debía sacrificarse en beneficio de aquella elástica que le recubría. Las sensaciones y el aroma que desprendía aquella batalla hasta el momento dominada por los galos se voltearon cuando únicamente comenzó a trotar por la banda. El público y las cámaras no tenían otro foco y otra visión que no fuera la del menudo atacante rosarino, el propio juego se tomó un in-passe en el vertiginoso ritmo de la competición. Se veía venir, el mago debía estar en su hábitat natural, en el escenario y con los focos apuntando sobre su espalda a medida que avanza en busca del tan ansiado tanto que hiciese resurgir a su equipo.

El mago estaba golpeado, le habían dejado sin su varita. Pero cuando menos lo esperas aparece su figura par demostrar que una pequeña dosis de su juego puede trastocar todo y agitar cualquier ejército que se le imponga. No tuvieron que esperar mucho aquellos ilusos para que el ilusionista recibiese ese cuero estrellado y encarase a varios rivales mientras acariciaba con mimo ese esférico que segundos después rozaría la malla blanca produciendo un estruendoso ruido. Lo había conseguido, sin aparecer, pero apareciendo. Sin ser él, pero estando. Como cualquier ilusionista que enseña y no enseña, simplemente ilusiona.