En pocos estadios del mundo se puede encontrar lo que viene observándose a lo largo de casi veinte años en el Camp Nou. En varios años, el FC Barcelona ha crecido de una manera asombrosa y ha conseguido ser capaz de levantar trofeos solo soñados, en algunos momentos de éxtasis y júbilo para toda la afición blaugrana.

Desde luego, los números, desde hace cerca de diez años han mejorado de una manera radical, convirtiendo al club en uno de los más laureados de la historia, desde que un estilo bien cocinado por Michels, mejorado por Cruyff y sazonado por Guardiola diera por fin con la tecla del juego que por plantilla y tradición al Barcelona más le convenía. Ese largo viaje a través de jugadores, partidos, disgustos y luchas han dado a la afición no solo la capacidad de saber qué quiere, sino también de reprender al conjunto barcelonés si lo que ve no le gusta, por más que se ganen títulos y partidos.

El juego del Barcelona este año en cuanto a lo efectivo, roza la perfección, permitiéndose en muchos casos incluso fallar en puntos clave y poder decir en el mes de abril que sigue vivo en tres competiciones: cuartos de final en la Champions League, finalista en Copa del Rey y líder, a cuatro puntos del segundo clasificado, tras derrotar al máximo rival en casa, en la Liga BBVA. Unos resultados que bien podrían ser causa de felicidad en la afición y en el seno del club azulgrana. Pero no es del todo así. En el plano estético, al Barcelona le sigue faltando ese punto más que le da la capacidad no solo de vencer, sino también de convencer. Esa sensación que se ha tenido tantas veces en otras temporadas de que, pasara lo que pasara, el equipo tenía capacidad de golear en todo momento y no solo eso, sino que se le veía con una superioridad fuera de toda duda, en todos los aspectos del juego, desde la defensa, hasta la delantera, no siendo en muchos casos el gol la máxima obsesión del equipo culé. Y es ese punto en el que el equipo se encuentra hoy día.

Foto: Carla Cortés - VAVEL

A pesar de los esfuerzos de Luis Enrique en componer una amable sinfonía que bastara para ganar y jugar bien, el conjunto azulgrana no logra ser ese titiritero que juegue a placer con los rivales, ese instrumento que a manos del artista pueda generar emociones sin igual en el que escuche sus melodías, ese “no sé qué”, que se sentía en las gradas cuando el Barcelona fue el mejor Barcelona, el único, el intratable. Desde luego que contra el Real Madrid, el equipo no dio esa sensación. Más bien al contrario durante todo el partido. Esa tendencia a cambiar los roles para acomodarse al juego se ve demasiado velada para el aficionado que quiere disfrutar del juego y de las jugadas como antaño.

Hay cosas que van cambiando y con ellas, parece que el Barcelona quiere hacerse mayor con triunfos y no con ideas. Sin embargo, en ese matiz está que quien susurra en la grada lo haga reconociendo labores y no criticando malos pases o errores. Quizá no sea común o quizá no sea sano, pero el Barcelona tiene una identidad de juego demasiado exitosa como para ignorarla. Ese placer de ver. Esa necesidad de ser quien emociona, dando igual el rival que se ponga delante. Se puede y se debe.