Barcelona y Sevilla disputaron en el Vicente Calderón una final quizás demasiado táctica, marcada sin duda por la justa expulsión de Mascherano, que tuvo que frenar al correcaminos francés Gameiro cuando ya se disponía a encarar a Ter Stegen. La final posiblemente de las lágrimas, agua cristalina que es la sangre del alma, aquella que le llovía a raudales a Luis Suárez, incontenible de rabia y dolor por no poder estar, pura madera uruguaya. Lágrimas de dolor que fueron tornándose en lágrimas de alegría, lágrimas que acabaron cambiando de color con el paso de los minutos. Lágrimas que han cambiado de sentido en solo cuatro días, porque Sevilla llora y ríe como nadie lo sabe hacer, y puede estar orgullosa de haber reído, pero muy especialmente de haber llorado mucho más de alegría que dolor en los últimos diez años. Una teoría absolutamente aplicable al Barcelona, que no ha derramado casi ni una lágrima de dolor en la última década (27 títulos) y que las que verdaderamente llovieron  fueron por Tito Vilanova, Johan Cruyff y Manel Vich.   

Porque en esencia una final puede ser una lágrima, el tamiz de la noche y el día, la victoria o la derrota, y en esta ocasión el Barça supo sufrir, interpretar de manera correcta el partido reaccionando bien a los dos serios contratiempos que tuvo. Al Sevilla en cambio quizás le faltó un poco de arrojo en esos minutos en los que tuvo contra las cuerdas al campeón de Liga, un poco de suerte en ese disparo de Banega al palo, y alguna que otra decisión técnica discutible, como la sustitución de Mariano. Aquel cambio táctico dio oxígeno al Barça, pero especialmente a Neymar, también a Iniesta, que como jugador más inteligente y elegante del fútbol mundial volvió a dar una masterclass, y a Jordi Alba. La banda de Mariano que había sido inexpugnable se convirtió en autopista, por ahí llegó la ayuda defensiva de Banega, la resurrección de Neymar y la expulsión del metrónomo argentino del Sevilla. Por ahí también llegó el gol de Jordi Alba, a pase de Messi, al que definitivamente hay que identificar con un pokémon, porque ya se ha perdido la cuenta de las veces que ha evolucionado, ese Messi pasador que ha hecho al Barça campeonador. Pero si esta final debe y merece un titular es Epiqué, la mejor versión del defensa azulgrana se ha vuelto a ver inconmensurable, y gran parte de este título se le debe al central culé, algo que tiene doble mérito porque ser central en el Barça es uno de los oficios más arriesgados y complicados que existen en el fútbol.

El Barça ganó por detalles como casi siempre de genio y calidad, pero en esta ocasión ganó posiblemente más por solidaridad ante la adversidad y por corazón. A partir de mañana el doblete será ya historia, pero el Fútbol Club Barcelona cierra otra gran temporada con dos títulos más en la Tierra, dos ángeles más en el cielo y en un momento dado con la gallina en piel, sentados en el que fue su mejor despacho: el balón.