Era una noche especial, un derbi diferente. El Madrigal se vestía de gala y no llenaba hasta la bandera, por culpa de las inclemencias del tiempo, para recibir a un rival que estaba en su mejor momento. Aun así, el constante bullicio de la gente alrededor de este estadio indicaba que se iba a vivir una buena sesión futbolística. Era el partido que cerraba la novena jornada y el marco incomparable de un campo acostumbrado al buen juego hacía presagiar que el momento sería histórico.

Papeles cambiados

Un Villarreal de Champions, aunque en horas bajas, pretendía hacerse fuerte en su feudo para relanzarse hacia los puestos que le correspondían teniendo en cuenta la calidad de sus jugadores y los objetivos marcados al inicio del curso. En frente se iba a encontrar un visitante tan cambiado que llegaba a ser irreconocible: el Levante de Juan Ignacio Martínez. Muchos seguían preguntándose cómo un equipo hecho con muy poco dinero y a base de retales podía seguir en la parte alta de la clasificación después de ocho partidos (aunque era la novena jornada no se habían jugado ocho previamente, sino siete, pues la huelga de la AFE en el inicio del curso obligó a aplazar la primera fecha del calendario), empatado a puntos ni más ni menos que con el mismísimo FC Barcelona durante dos semanas seguidas.

El encuentro quedaría para siempre grabado en la memoria de miles de granotas

El conjunto de Pep Guardiola había empatado el día anterior frente al Sevilla, lo que hacía que el conjunto granota dependiera exclusivamente de sí mismo para colocarse por primera vez en 102 años líder de la clasificación de Primera División. La cercanía entre Valencia y Vila-Real y el bajo precio de las localidades pactado entre ambas entidades fueron además sendos puntos favorables para que la afición de Orriols pudiera permitirse un desplazamiento masivo hacia la ciudad azulejera. Los ánimos que insuflara el público levantinista a sus jugadores iban a ser vitales en el devenir de este choque sin precedentes. Era patente que no iba a ser un derbi autonómico al uso; los locales necesitaban remontar posiciones de forma urgente, mientras el Levante se jugaba directamente la historia.

El mejor partido en cien años

Y así fue como el colegiado dio comienzo con su silbato a un partido atípico, que se antojaba vibrante. El bloque de Juan Carlos Garrido siempre era imprevisible y peligroso, sobre todo en su casa. Un equipo de Champions, aun habiendo iniciado mal el campeonato, jamás sería un rival fácil de batir. Pero aquel Levante no era la cenicienta que muchos esperaban en verano; llegaban imbatidos, con cinco victorias consecutivas, habiendo destronado a dos líderes –uno de ellos el que sería más tarde el Real Madrid “de los cien puntos”, dirigido por Xosé Mourinho– y siendo la tercera escuadra más goleadora de la liga y los menos goleados. El buen momento de los valencianos no era algo que tomarse a la ligera. Muchos pensaban que pronto se desinflaría, pero al final no fue así.

Ambos equipos desplegaron sobre el tapiz sus mejores cartas y estrategias. La artillería pesada de los dos conjuntos estaba en el verde, disputando un encuentro que quedaría para siempre grabado en la memoria de miles de granotas. No lo hizo nada mal el Villarreal, lo que aderezó sin duda más la épica de aquel enfrentamiento, pero los de Juan Ignacio Martínez plantearon un juego más serio y ordenado en un partido que posiblemente sea antológico por el buen fútbol mostrado aquel día. Se gustaban los azulgrana, que tocaban y combinaban simulando el estilo al que acostumbraba el propio conjunto local, pero eran a su vez mucho más directos que los groguets.

Los goles de la ilusión

FOTO: LEVANTEUD.COM

Poco más de un cuarto de hora esperó Juanlu para anotar el tanto que ponía el éxtasis granota en la moderna grada visitante de El Madrigal. Aunque todavía faltaban muchos minutos, prácticamente todo el encuentro, el Levante era ya líder en solitario. Siguió el bloque orriolense con su juego y mantuvo con determinación el resultado hasta que nuevamente el malagueño –acostumbrado a los goles históricos– batiría la meta de Diego López, justo antes del descanso. Fue el momento preciso para sentenciar el partido. El gol psicológico anotado por el ariete azulgrana hundía a un Villarreal que se esforzaba por igualar el encuentro y que había tenido alguna opción.

Y como si de una película se tratase, la lluvia se hizo protagonista. Había estado yendo y viniendo durante todo el día, pero ahora arreciaba para hacerse la dueña del segundo tiempo, para hacer mucho más épica la histórica victoria que se avecinaba. Los groguets, que no se conformarían con una nueva derrota, y mucho menos ante su afición, aprovecharían la velocidad que otorgaba al juego la hierba mojada por el agua. Pero los pupilos de Juan Ignacio Martínez no se dejaron dominar y resistieron una tras otra con firmeza las embestidas rivales, a las que contestaban con contraataques rápidos y directos que hacían estremecer al estadio en pleno.

Cuando Arouna Koné anotó el tercero, la emoción se apoderó del corazón de todos los levantinistas. Eran muchos años de sufrimiento, de ver a su equipo jugar en categorías menores, contra clubes muy pequeños. Había mucha gente que jamás había visto aquello. Era inevitable acordarse de los que ya no estaban, de quienes siempre habían soñado con esto pero ya no lo podían presenciar. La grada se vino abajo. El tanto del marfileño cerraba a falta de media hora un encuentro que se iba a hacer eterno, ya no por la oposición del rival, sino más bien por las propias ganas que tenía la masa granota de celebrar este hito: un liderazgo que muchos no esperaban que perdurase incluso dos jornadas más, hasta la 11 –aunque la duración fue de sólo una semana porque la décima etapa del campeonato fue intersemanal–. Tras la anotación y los primeros instantes de emoción destada, la alegría y el humor: los seguidores azulgranas empezaron a entonar el Follow the leader y a bailar con congas a lo largo del graderío.

Estallido de alegría

Cuando el vasco Delgado Ferreiro señaló definitivamente el camino a los vestuarios la locura se desató en Valencia. Cientos de granotas invadieron las calles con sus banderas, con tracas y haciendo sonar el claxon de sus vehículos como si se hubiera conseguido algún título. No era para menos: 102 años esperando este momento bien lo merecían. La Fuente de las Cuatro Estaciones fue el epicentro de las celebraciones hasta que por la madrugada llegaran los jugadores al aparcamiento del Estadi Ciutat de València.

Las lágrimas de emoción eran inevitables y la ciudad del Turia amaneció con un color diferente al habitual: el azulgrana. La alegría desbordaba aquella mañana los 'poblados marítimos' y el pintoresco barrio de El Cabanyal, y alrededor de todo el mundo los levantinistas que vivían lejos de su tierra podían presumir por primera vez de su equipo y recibir las felicitaciones de sus convecinos.

Habían estado 102 años esperando este momento

El homenaje de la entidad a todos aquellos que durante años habían seguido al equipo sin poder ver semejante logro no pudo ser más emotivo; se trataba de hacer partícipes a aquellos que verdaderamente eran líderes durante más de un siglo, aquellos que nunca habían abandonado la fidelidad por aquellos colores, en las buenas y en las malas. Se trataba de que todos ellos también estuvieran presentes en las dos semanas más importantes de las historia de un club centenario.