La Copa del Rey es una dimensión paralela a la competición liguera. Ninguno de los veintidós jugadores recordaba los tres tantos del Valladolid en Vallecas cuando saltaron al césped del José Zorrilla. Los pucelanos teñían de blanco y rayas moradas el campo, mientras que el Rayo se mantenía fiel a su franja roja, esta vez acompañada de un fondo negro.

Contra el termómetro

Sonó el silbato y rasgó el frío de la noche vallisoletana. La temperatura contuvo agarrotados a ambos conjuntos en los primeros lances, hasta que Ebert rompió el aire con una falta que colisionó en el pecho de Cobeño. El alemán quiso regalar grados a la grada. Más que su disparo, lo consiguió la presión elevada de los locales, conscientes de los riesgos que asume el Rayo en la construcción del juego.

El central pistolero, Gálvez, probó fortuna también desde el balón parado. Ese intento y otro de Lass que se perdió por saque de banda fueron los momentos con jugo de los diez minutos iniciales. Nery Castillo y Alberto Bueno se replegaron para ayudar a los suyos, que lo agradecieron en la creación. El ejercicio combinativo de los vallecanos ralentizó la producción pucelana. Manucho, el gigante angoleño, servía de boya y a punto estuvo de aprovechar un caramelo que Galeano le acabó arrebatando.

Poco después, fue Bueno el que compartió su calidad con Castillo, pero al mexicano se le cayeron las hojas del calendario y Jaime tapó el mano a mano. La cuestión de tiempo perdido se extendió a todos los de Jémez, que parecían no encontrar el segundo exacto en el que pasar del trote del pase al galope del disparo. La zurda de Mojica espoleaba la banda izquierda y la presencia de Adrián en zonas de peligro desestabilizaba a la zaga castellanoleonesa. Un nuevo argumento fue otra falta lanzada por Gálvez, que iba afinando puntería y cercando la escuadra rival.

El ritmo decae

El Valladolid sufría a rastras del Rayo. Sin embargo, un fallo en el control de Cobeño casi le entrega las riendas a los locales. No obstante, el portero rayista siguió combinando sin miedo, como todos sus compañeros, siendo uno más sin importar su demarcación.

Poco más tarde, Omar consiguió revolverse y dejar un pase atrás a Rossi, al que le faltó decisión. Fue la última oportunidad, antes de un tramo de anodinos minutos. El bostezo fue interrumpido por un centro precioso de Mojica que conectó con la cabeza de un Adrián sin fe. En el otro extremo, mismo baile con Omar y Manucho.

La segunda parte nació entre lloros de los vallisoletanos. El llanto era de miedo, cada vez que el balón se volcaba hacia un vértice en campo propio. En efecto, los saques de esquina rayistas se antojaban odiseas para la zaga del Valladolid, que solamente encontró consuelo en la altura de Manucho. A pesar de la labor defensiva del delantero, hasta tres remates coleccionó el Rayo, siendo el de Saúl el más evidente. La tensión aumentaba.

Los pucelanos se mostraron disconformes con el orden jerárquico del encuentro y Manucho se proclamó portavoz. Sin embargo, otra vez le amargaron el dulce sabor del gol al angoleño. Gálvez, en este caso. Esta ofensiva vallisoletana quedó sepultada rápidamente por un alud de ocasiones visitantes. Disparos desde todas las posiciones. Saúl, Lass, Arbilla. O bien Jaime o bien la propia falta de puntería del candidato a goleador echaron por tierra las ínfulas de ventaja de los madrileños. El Rayo acumulaba méritos.

Vallecas dirá

Juan Ignacio Martínez con Javi Guerra y Jémez con Larrivey ponían otro ariete sobre el tapete. A pesar de la incorporación de otro delantero, los locales encontraron en Ebert al mayor artífice ofensivo. El partido perdió revoluciones y solamente se recalentaba en los pies del alemán. Los madrileños, con la mente puesta en la vuelta de Vallecas, perdieron fuelle y el Valladolid cambió las tornas.

Otro delantero, Larsson, buscaba un postrero giro de guión. En contra, la grandiosa labor de dos centrales que tuvieron una noche de gracia, Gálvez y Galeano. Su muro, intacto. El último empujón llegó de los eternos valientes de Jémez, con Gálvez en el papel de narrador omnisciente. Él aguantó a Ebert, él robó el balón, él lo condujo hasta más allá de la medular. Una vez allí, prolongó el balón a Cueva, quien cruzó para Larrivey. Jaime, el otro cerrojo del partido, blocó en dos tiempos el suave disparo argentino.

El árbitro silbó tres veces y transportó la eliminatoria a Vallecas. Continuará.