Sucedió un 18 de enero. La Liga Española había llegado a su ecuador con la emoción en los poros de cada aficionado. El calendario se repetía. Griezmann, con su gol ante el Athletic Club, entendió de segundas oportunidades. La segunda vuelta del campeonato no es sino una segunda oportunidad. El que cayó en la ida, puede alzarse. El poderoso de la primera vuelta tendrá que imponer orden de nuevo, ante el riesgo de que el que fue víctima se torne verdugo, en un ejercicio que pone a prueba las memorias.

También la clasificación pedía más. Igualdad en la lucha al trono, en el ascenso a la nobleza y en la supervivencia. En el Benito Villamarín vive uno de los conjuntos más necesitados de Primera División. A sus puertas llegaba a negociar un caballero blanco, que en el año naciente se mostraba implacable en sus ofertas. Intratable en el césped.

Hasta Sevilla trajo el viento nombres lejanos. Dos escultores extraños en tierras andaluzas. Pablo Gargallo, maño, y Eduardo Chillida, vasco. Obra y medio para un tercer escultor, novato en la materia, pero que se estrenó con un artículo de lujo: Cristiano Ronaldo. Hacía pocos días, el luso era nombrado mejor jugador del planeta mediante el Balón de Oro. No tardó en sufrir los efectos del Rey Midas y convertir en metal preciado cada cuero que tocaba su bota. El portugués era uno de los estandartes blancos, asediando el campo verdiblanco nada más empezar el partido.

Entonces sucede. En el marcador apenas se alumbra el minuto once. Di María recibe en la banda izquierda. Se desplaza rápido, esquiva a un rival. Mira a su compañero, el del “7” a la espalda. Le envía la pelota. Cristiano Ronaldo hace un esbozo de escultura con el primer defensa, al que deja retratado tras un frágil amago. Y no tiene tiempo para más. Carga su pierna derecha, la convierte en cincel. He aquí la primera influencia. El cuero sale despedido, peinando el viento, con la furia con la que azota el mar Cantábrico los aceros de Chillida. La fuerza de la naturaleza. Cuando el balón se mezcla con la escuadra izquierda de la portería bética, su verdadera obra crece en el centro del arco. Una estatua que combina el hiperrealismo y el vanguardismo. En esta escultura, fruto del privilegiado pie derecho del portugués, está la influencia de “El profeta” de Gargallo. La exquisitez del cubismo, rodeada de vacío. Un portero pétreo, solo en medio del horror curvo del gol en contra.