El tiempo y la crisis económica que azotaba al país no acompañaron para que la final deslumbrase. Pocos aficionados azulgranas se desplazaron hasta Madrid para presenciar la final ante el eterno rival que tenía lugar en el Estadio Vicente Calderón.

Y gracias tuvieron que dar por no desplazarse. El aluvión madridista en aquella tarde madrileña fue total. A los cinco minutos, Santillana ya había abierto el marcador tras rematar un envío servido desde la banda por Aguilar. Ese gol hace que los blancos tomen una posición más defensiva con el objetivo de matar el encuentro a la contra. Del Bosque, actual seleccionador de España, forma en el centro del campo con Pirri y Velázquez.

Este repliegue momentáneo madridista pudo hacer que el Barcelona se envalentonase y gozase de claras ocasiones de gol que no acertó a marcar. Rexach primero y, después, una sucesión de saques de esquina, fueron los únicos momentos en los que los culés trataron de poner nervioso al guardameta Miguel Ángel.

La decepción colma las gradas. Ninguno parece hacer ademán de marcar un nuevo tanto y el encuentro llega al descanso con la ventaja mínima de los madridistas. Los siguientes 45 minutos cambiarían el panorama por completo. Menos tiempo que en el primer acto es lo que tardó el Real Madrid en volver a marcar. Corrían los 45 segundos tras el descanso cuando Rubiñán anotaba el 2-0 que ponía ya una lusa de por medio para las aspiraciones culés, temblorosos ante el desastre que se les venía encima.

Y eso fue lo que pasó. Cuatro minutos después Aguilar batía a Sadurní para colocar un 3-0 que parecía ya definitivo para las aspiraciones de ambos conjuntos.

Pero cuando la final ya agonizaba, Pirri en su afán de lucha constante marca el cuarto y definitivo gol de una final que pasará a la historia como titulaba ‘La Vanguardia’ en la época: ‘’desenlace inesperado’’, dada la teórica superioridad de los catalanes. Un doblete culé que el Real Madrid evitó a toda costa.