Suele acontecer con los grandes futbolistas de otras épocas, que se acusa a sus contemporáneos —personas de cierta edad— de idolatrarlos en exceso, y a los jóvenes de hoy en día, de despreciarlos como si no valieran nada. Quizá sea porque a uno le parece el mejor el que ve jugar cuando es chaval. Quizá. También puede que sea porque valores como la educación y el respeto han cambiado radicalmente en los últimos años.
Iker Casillas acaba de dejar el Madrid. Se va, le echan. No importa. El caso es que deja el club de su vida en julio de 2015, después de 25 años en la casa. Se va solo, entre lágrimas, sin una sola personalidad del club en su adiós —a petición propia— y sin un solo compañero arropándole —curiosamente Florentino Pérez prolongó las negociaciones unos días más, para que la despedida coincidiese con la marcha del equipo a Australia—. Triste.
Iker Casillas nació en unos tiempos equivocados. Si jugase en los 50 sería Di Stéfano. Sería Pelé, si jugase en los 60. Si lo hiciera en los 70, sería Cruyff. Si le hubiera tocado en los 80, sería Maradona. Zidane, en los 90. En cualquiera de esas épocas habría sido venerado, defendido hasta la saciedad por los suyos y también por los que no lo son. Si hubiera nacido en otra etapa, no tendría que esperar años para convertirse en leyenda. Ya lo sería. Pero no, le tocó jugar en el siglo XXI, en el que chicos que ni habían nacido cuando él ya vestía la camiseta del Madrid se permiten insultarle y vilipendiarle como si fuera escoria.
Sí. La modernidad, la época de la macrocomunicación, la era de la conectividad. Los días de Twitter, Facebook, Instagram y Whatsapp. Los tiempos en los que comunicarse es más fácil que nunca. Los tiempos, también, en los que la educación y el respeto han alcanzado mínimos históricos. Igual que las ayudas sociales, igual que las personas con un empleo, igual que decir “buenos días” en el rellano cuando te cruzas con un vecino.
Probablemente la valentía que puede dar escudarse detrás de una pantalla permita insultar impunemente a un futbolista que, de nacer en otra época o en otro lugar, sería poco menos que un dios. Cierto es que su nivel deportivo ha bajado. Cierto es, también, que quizá no le alcance para jugar en el Madrid. Ojalá las críticas fueran deportivas. Ojalá se analizasen sus fallos, sus carencias por alto, sus limitaciones con los pies. Ojalá. Sin embargo, los insultos —que no críticas— han llegado por una guerra civil dentro del club provocada por la semilla del diablo sembrada hace unos años por un exempleado de la entidad. Esta vorágine ha llevado a catalogar como “traidor” a un tipo que llama a un jugador (compañero de profesión) del eterno rival para decirle que las tanganas y los malos modos que están protagonizando en sus enfrentamientos, tienen que parar. Pedir cordura, una traición; actuar como una buena persona, “buenismo”. Eso debe ser el famoso señorío.
Parece ser que pagar una entrada o un abono da derecho a pitar, insultar y humillar en su propia casa a un futbolista con 25 años en la casa, 16 en el primer equipo, y que ha ganado 18 títulos. Y puede que sea así. Lo que está claro es que ni una entrada, ni un abono, ni un palco VIP, ni tener un millón de seguidores en Twitter pueden comprar educación y respeto.
Es verdad. Iker Casillas no es la primera leyenda del Real Madrid en irse por la puerta de atrás. Ocurrió con Butragueño y Míchel, obligados a exiliarse a México. Ocurrió con Del Bosque y Hierro, despedidos en plena celebración de un título de Liga. Ocurrió con Raúl, máximo goleador de la historia del club, que tuvo un homenaje mucho mayor en Alemania que en el equipo de su vida. El Madrid es una trituradora, no es algo nuevo. Pero ver a un futbolista de esa dimensión solo, entre lágrimas y con el único reconocimiento de los aplausos de los periodistas, es un final demasiado amargo para cualquiera. Decía Hernán Casciari que Messi —otra leyenda del fútbol moderno— era un perro, en un cuento con tintes elogiosos. Para una parte del madridismo, Casillas también es un perro, aunque visto desde un prisma opuesto. La educación y el respeto del siglo XXI.