Hay días en los que nada sale bien. Te levantas con el pie izquierdo, apoyándolo en un suelo que está congelado, no hay agua caliente para tomar una buena ducha y es pleno invierno, vas apestando por la calle hasta encontrar el lugar donde has quedado con una chica, ésta te ha dado plantón. Nada sale bien, un día para olvidar. Supongamos que la chica es la Primera División, el mal día, el fútbol, el joven que se levanta con mal pie, el Real Valladolid, el agua fría y la pestilencia, la institución y sus jugadores.
Más que una crítica, este escrito viene a ser una reflexión. Esta temporada el equipo de Juan Ignacio no se ha levantado con buen pie, como tampoco lo ha hecho él. Analizar el partido de hoy es analizar todo lo que empezó allá por septiembre, sin centrarse mucho en el devenir del juego, en sus compases, fallos o aciertos, tan solo en las circunstancias que rodearon a la contienda y al espíritu que siempre sobrevuela Zorrilla, el espíritu del descenso.
Minutos antes de que el público se fuera sentando en el graderío cárdeno, el ambiente era de fiesta. La ciudad, volcada con su equipo amén a una oferta de cinco euros por entrada, se agolpaba en los campos Anexos, cantando alegres y optimistas delante de un autobús que ya es de Segunda. Tras ello, la muchedumbre se desplazaba hacia la Fan Zone, donde la paella, la cerveza y la música conferían al estadio de las pulmonía –hoy de las insolaciones– un ambiente de hipócrita alegría que, en realidad, encubría un drama ya sabido.
Personalmente, toda la charanga montada para acoger el partido de hoy me pareció excesiva. Un buen símil de la situación es la de un velatorio, aunque eso suene fuerte. Siempre hay un muerto, que, a la postre, sería el Valladolid pero, en este caso, lo relevante es la figura del conciliador, el que no acepta lo que ve e intenta hacer del horror algo más llevadero para una familia que es la suya, la familia blanquivioleta. “Ya era mayor”, “tenemos que vernos para tomar un café, en vez de vernos siempre por estas razones”, típicas frases que enuncia el hombre de velo en los ojos, que, en verdad, fue toda la parroquia pucelana. Aún sin albergar alegrías por las casi nulas opciones de quedarse en la elite, el fiesteo sirvió como preludio de un réquiem anunciado.
El jolgorio terminaba para pasar a ser espectador de una debacle. La cosa estaba muy difícil, ganar no bastaba, también tenían que pinchar los demás. Acomodados ya los pucelanos en sus respectivos asientos, los antiguos cánticos y motores rugientes que despertaron a la ciudad dejaron paso a una analítica observación del juego y a un silencio alterado por los 400 granadinos que se acercaron a la ciudad de Castilla. Lo que es del César, es del César, y es que aunque hayan sido ellos los verdugos de un débil chivo expiatorio de color albivioleta, la afición del Granada estuvo sobresaliente. Los nazaríes botaban, palmeaban, voceaban y lo más importante: creían en la victoria. Entretanto, el chico que se suele levantar con el pie zurdo, hoy parecía hacerlo con el diestro, aunque la duda era palpable. Las ocasiones se iban dando pero ninguna cuajaba.
El José Zorrilla tenía cada vez más pinta de entierro, nadie se animaba a ondear una bandera ni ningún valiente se arrancaba con un cántico que el respetable repitiera a pleno pulmón. Los rojiblancos seguían apretando, transformando el fortín pucelano en el Nuevo Los Cármenes. 18:44, hora de la muerte, suicidio, más bien. El corazón se helaba en los cuerpos enfundados en elásticas blancas y violetas, perecientes a la par que su equipo. Mitrovic la colaba en propia, después de unos instantes de duda en los que el coletilla no supo que decretar. Definitivamente, el chico no se había duchado, ni con agua fría, ni con agua caliente, caminaba lento, con mucho peso a la espalda y pesadumbre en el alma, apestando menos que otros días, esperando que su chica se presentara radiante 46 minutos después.
La agonía se alargaba en el descanso por los incidentes acaecidos en El Sadar, otro de los estadios que, tristemente, se aleja de recibir a Real Madrid o Barcelona. El sol abrasaba las posibilidades de remontada y, quizá afortunadamente, impedía la visibilidad a unos aficionados que sufrían en silencio. Juan Ignacio hacía marchar a sus extremos y se aventuraba a sacar a tres delanteros con el fin de anarquizar el partido, mandando inefectivos balones al área que nunca tenían un destinatario claro. Comparsa es la palabra. Un reflejo más de lo que ha sido la temporada, un cúmulo de malas decisiones, sin previa meditación, tomadas sobre la marcha por un hombre que no ha sembrado confianza desde el primer momento y en el que nunca se ha visto un compromiso tan fuerte como el que se notaba con Mendilibar o Djukic.
Las palomas sobrevolaban las cabezas de los desplazados al Zorrilla, como si Los Pájaros de Hitchcock se trataran, con las palabras decrepitud y descenso tatuadas en su plumaje. Los minutos iban pasando y el encuentro iba llegando a un punto de no retorno. Todos los presentes ya sabían lo que había de comer el año que viene: pan, agua y sufrimiento. Los vallisoletanos se pusieron al fin en pie, con el izquierdo para más inri, no para celebrar un gol o lamentarse por una ocasión errada, sino para aplaudir el magnífico gesto de la afición granadina, quien además de apoyar acérrimamente a su equipo, se mostró hermana de un respetable afligido que veía morir a su equipo entre los más terribles sufrimientos. Finalizaba el horror. El muerto, al hoyo, y el vivo –Getafe, Almería y Granada–, al bollo.
El chico llegaba al punto de la cita con su amada 90 minutos o 9 meses, como quieran verlo, después. Una amada pretendida por otros jóvenes más guapos que él. Ella se decantó por los encantos de otros que demostraron y merecieron más su compañía. Esa mujer altiva, que da una de cal y otra de arena, que te embriaga, te enamora y es deseada por los más feos de los guapos, Permanencia. Las flores que Valladolid llevaba para ver a Permanencia se mustiaban, mientras el hedor iba siendo más tenue, las lágrimas le brotaban y su cuerpo iba ausentándose, cayendo poco a poco al verde de un parque que muchas veces fue el recreo de otros candidatos a quedarse con Permanencia. Nada podía calmar al chico que lloraba como un niño pequeño tras ser castigado por hacer las tareas tarde y mal. Él moría por una seria depresión, iba siendo enterrado en el túnel de vestuarios, mientras los seres queridos, que no eran otros que los aficionados blanquivioletas, veían como el mundo corpóreo se tornaba en un mundo espiritual que descendía a un inframundo llamado Segunda División, donde Hades saluda a su nuevo juguete y le propone como actual objetivo de amor a Ascensión.
Fuente de las fotografías: Real Valladolid.