Los cuentos suelen empezar con un: “Había una vez…”, pero éste no. Tiene moraleja, sí, pero desgraciadamente no se trata de un cuento. Es realidad pura y dura. Tampoco hay que ponerse melodramático. La realidad, como le pasa al whisky con el agua, siempre entra mejor con una metáfora. En Mallorca corrían malos tiempos. El frío pudría las frutas de los huertos y hacía enfermar a los animales. A los pocos días morían sin remedio. Los vientos del oeste circulaban raudos por los huesos secos de las gentes del archipiélago. Sentían como ese frío se metía en sus estómagos y se escondía entre las sombras, engullendo el poco pan que caía en ese foso vacío.

El hortelano salía con su gabán a mirar como la escarcha se fundía en el amanecer. La gota de agua trémula bailaba por los bordes ondulados de esa col pocha. Una lágrima iba cayendo por los bordes ondulados de su cara flaca. Su mujer dormía acurrucada con sus tres hijas, para que el calor humano fuera mejor estufa que unos leños ardiendo. El hombre vuelve a casa con pasos cortos, desgarbados, con una losa de cientos de kilos bajo las suelas de sus alpargatas. Nada era aprovechable. El trabajo de un año al garete. Los cerdos cada día más escuálidos, pidiendo a gritos una buena ración de sobras.

Pocos gremios podían hacer negocio de una situación así. Los costureros y los sastres se hacían de oro cuando llegaba el invierno. A unos kilómetros de Mallorca, el pueblo de Binissalem descansaba tranquilo. El 60% de la población empadronada en su ayuntamiento era empleada en Telas Baleares, el monopolio textil de las islas que veía abultado su zurrón cuando las heladas llegaban y el sol guardaba fuerzas para salir radiante meses después. La empresa contaba con grandes teóricos de la historia de la moda y prácticas mujercillas que se afanaban en el arte práctico de la costura. Esa mole blanca expulsaba ingentes cantidades de humo gris. El cielo encapotado recibía a regañadientes a ese compañero de fatigas inesperado, confiriendo a las cercanías la visión de una ciudad industrial repleta de factorías, en vez de un vergel donde en épocas de bonanza, la agricultura y el turismo representan unos ingresos de lujo, impensables en cualquier parte de la península.

Fuente: English.arham.org.es

Intentos frustrados

El humo salía de unas chimeneas que se erigían altas cuales torres vigía otean el horizonte en busca de navíos e infantería enemiga. Su sonido onomatopéyico es ensordecedor: “Washh-oopshh, washh-oopshh”. La planta está dividida en varias secciones. Devastado, pulido, lavado… un sinfín de asignaciones para unos hombres sin estudios que empezaron como limpiabotas y soñaron siempre con llegar a Telas Baleares, aquel sitio donde el niño llega niño y pobre y sale viejo y acaudalado. Lluís era uno de esos jóvenes. Él esperaba hacerse un hueco en esa plantilla de profesionales del repujado en cuero, estudiosos de las técnicas más vanguardistas y efectivas para que el producto, una vez hecho, satisficiera al comprador. Un señor bajo, con chaqueta de pana y mostacho bien cuidado estaba tras un atildado mostrador blanco, repleto de telas deshilachadas y tijeras con filos angulosos.

Lluís le hablaba despacio, cuidando de utilizar las palabras correctas para dar sensación de control extremo sobre el trabajo al que optaba. El hombrecillo, que era tan alto como su interlocutor, gesticulaba con las manos y miraba, entre pausa y pausa, al jovenzuelo que sin ningún temor se había presentado para ganar su primer sueldo. Sus ojos penetrantes le escrutaban por encima de los cristales de sus gafas color caramelo. Con aires de superioridad, sus brazos se cruzaban a la vez que sus labios musitaban un: “imposible”. Lluís no podía creer como en su propia tierra le habían negado un puesto, él lo anhelaba, aunque fuera el de último mono de una escala jerarquizada de monos capitalistas que luchan ambiciosos por llegar a ser el mejor en un arte que, ahora, en este trago de whisky con hielo, les revelo, es el del fútbol.

Fuente: VAVEL.com

La Masía: una formación inmejorable

No dudó en destaparse y salir de la cuna que, entre mentiras, le había mecido. Ya estaba crecidito. Muchos de sus compañeros habían emigrado. La ciudad condal, la más europea del país, seguro le proveía de algún tipo de asilo mientras buscaba un hueco en alguna fábrica de costuras. Había oído hablar bien de las alfombras de Gavà y de los arreglos de la familia Canals, en El Vendrell. Probó suerte en la más grande, en las tejedurías de La Masía. No albergaba muchas esperanzas. Era la escuela más grande de toda Cataluña, y seguramente la más prestigiosa de toda España. Su maleta pesaba un horror. Los instrumentos que llevaba consigo eran los únicos moradores de aquellos espesos cueros con asas mal rematadas. La ropa le sobraba, iba con lo puesto. Una camisa blanca, un comando cobertor, un pantalón con los bajos roídos y unas botas de esas que no se encuentran en las tiendas, solamente en el esmero de una madre cariñosa.

Le hicieron una pruebecilla inicial. Eso le puso nervioso pero feliz, porque, al menos, se llevaría un “no” justificado. Remendar un descosido de un pantalón vaquero. El examen no revestía dificultad. En unos minutos el recado quedó acabado, sin necesidad de que nadie le prestara los útiles. La demora fue corta. Lluís haría tributo a su apellido. El niño se apodaría Sastre. La academia era dura. Muchos chavales, algunos más pequeños que él, eran diestros en el remiendo de capotes. Le asustaba la hacienda allí montada. Máquinas enormes de procedencia austriaca, alemana e italiana. Ninguno se daba a la tijera y al metro. Los pupilos, sin llegar apenas a los pedales de esos monstruos de hierro vulgarmente forjado, tenían bagaje y experiencia previa. Sastre era bisoño con el bobinado y el tirahilo, y debía ser bien enseñado para aprender rápido la lección y no quedarse a la cola de sus compañeros. Estudió, practicó y se puso a la altura de la clase, porque el no era un sastre como los demás, él era Sastre con mayúsculas, así lo decía su apellido, honor por vía paterna, sangre y tierras de Mallorca.

Huesca: aires de jugador sombrío

En todo el tiempo que estuvo con un libro encima de la mesa y un hilo en la yema del dedo pulgar aprendió todo lo que un buen sastre debe aprender para alzarse como titular en una plantilla de buenos costureros. Y entre otro sorbo de whisky barato, les diré que Sastre no pudo llegar a ejercer en Barcelona con los más avivados modistos. Zaragoza tampoco le quiso bien, pero la rural y despoblada Huesca le brindó la mejor oportunidad después de caminar dubitante sobre el barrizal cruento de los que dicen que son buenos. En Huesca coincidió durante poco tiempo con un hombre sabio. Marcos decían se llamaba. Había pisado las tierras del sur salvaje. Las llanuras infestas de pobreza en invierno, sol abrasador en verano y cereal en todo el año. Valladolid. Ese señor no muy alto decía maravillas sobre sus laneras. Sin duda, sus tierras infértiles habían sido testigos de la historia viva del comercio textil hacía siglos. Sus ovejas seguían circulando, nómadas, por las antiguas cañadas, vigiladas por un can y un pastor harapiento. En la capital de Castilla era perro viejo. No le querían ya. Se daba poca maña y los pedidos urgentes salían con días de retraso. Tenía los ojos entornados de tanto mirar el ojal. Los Pirineos aragoneses eran su segunda casa, bien es cierto que seguía manteniendo un, a la postre fructífero, contacto con las gentes de la llanura.

En Huesca no había oportunidad de progresar y aprender más. Era una fábrica de Segunda, con las vistas puestas en un descenso categórico, insalvable a no ser que Tebas, el antiguo capo de la industria oscense, moviera hilos para que su sedería no naufragara. Era mejor no arriesgar. Marcos, desde los despachos de Pisuerga, iba llamando a los rudos hombres del noreste. Lluís, menos Sastre que en Barcelona, esperaba su momento. Omar y Víctor Pérez habían saltado del buque. Textiles José Zorrilla se topaba, por arte de poco-ortodoxa magia, en los caminos de aquellos mancebos sin práctica con las máquinas de trasquilar.

Valladolid aciago para un sastre descafeinado

Llegó el momento de Lluís, de dar ese enorme salto, de volver al pasado,pero con un contrato de verdad. Nada de ser alumno. El quería ser un trabajador más. Y así lo fue. Pero suplente. Valladolid no estaba tan mal. Había carestía de pan y el frío se hacía notar hasta bien entrada la primavera. Las ropas que confeccionaban, a pesar de ser de calidad, no se libraban de quedar congeladas por la acuciante noche pucelana. Sastre se había convertido en un lumbrera con el tiempo. Valía para un roto y para un descosido. Su técnica se fue puliendo, y consiguió tejer morrales para los almuerzos de los niños, telas kilométricas que cubren el casco de los grandes barcos cántabros y cositas más simples como jerseys de lana fina o fundas polares para una Siberia en blanco y violeta.

Fuente: Zimbio

Cuando llegaba el momento de la verdad, Sastre era una maraña de nervios. Nada le salía como quería y entorpecía la labor de sus compañeros. Jugaba con los mejores. La élite del mundo textil. Erraba y volvía a errar. El maestro del patronaje decidió suspenderle por un tiempo, y aunque la empresa cambiaba de mayoral, Lluís seguía siendo carne de banquillo. Le intentaban poner haciendo tareas menos severas, pero aún así, el joven mallorquín no acertaba con su acometido. Juan Ignacio le daba oportunidades una y otra vez, pero no sabía encararlas. El jefe que coordina los movimientos de Zorrilla es Rubi, otro que aprendió a mandar en La Masía. Lluís sigue en Valladolid, más o menos como sastre. El destino le ha enviado una tentativa mordaz: enfrentarse a sus raíces, las que no quisieron que fuera flor del mismo rosal. Mallorca le propone una americana afeada por las vastas manos de los hoy patronistas isleños, antiguos sabios de la puntada y el carrete. ¿La sabrá remendar?