Todavía recuerdo cuando una camiseta del Real Jaén lucía en la lámpara del salón. Era la Noche de Reyes y por entonces el equipo campaba por la Segunda División del fútbol español sin presagiar que a mediados del año 2002 acabaría descendiendo a una categoría inferior. Yo era pequeño, tendría unos nueve años recién cumplidos dos meses antes, lo que fue un trampolín para alcanzar la percha enganchada un metro más arriba de lo que alcanzaban mis brazos. Me enfundé la camiseta, obviamente. Y sonreí.

La naturaleza es caprichosa y ve conveniente crecer rápidamente a tempranas edades, algo que se evidenció cuando aquella camiseta blanca lucía ridícula (y apretada) sobre mi cuerpo meses después. No importaba, yo tenía la camiseta de la Segunda División como si fuera un vestigio tan antiguo como los fósiles de dinosaurios. Haciendo un esfuerzo, podemos discernir de forma sencilla que millones de años de sepultura animal no pueden compararse con una década en la categoría de bronce, pero bien puede equipararse al sentimiento jiennense por volver arriba, tan soporífero como negar que el Tyrannosaurus rexexistió. Al final, salen a la luz.

Ni mucho menos puedo yo, más mancharrealeño que capitalino, nivelarme a la misma altura que algunos de los que han asistido al estadio de La Victoria la mayor parte de los domingos en los que la pelota brilló sobre el césped durante este desierto de éxitos. Ellos son los que vieron pasar jugadores y técnicos por los banquillos sin que alterarse su posición en la grada, como si el destino hubiera creído conveniente poner a prueba la fidelidad del aficionado medio, de testar la confianza en un club cuya estabilidad estuvo sostenida por hilos de pescar y custodiada por tijeras de acero. Cada asiento vacío estrechaba la distancia entre los materiales.

Nunca llegó a cerrarse y hoy en día ya se observan como muescas en el chaleco, imprescindibles para crear una personalidad que hoy permite al Real Jaén volver a pasear su escudo por todo el territorio nacional. Bien es cierto que no fue necesaria ninguna victoria, pero cinco empates en seis encuentros ponen de manifiesto que tan sólo un gol era la distancia que equidistaba la posibilidad de que la herida terminara por abrirse o sanarse. Ya han abandonado hasta el quirófano.

Diez años después sigo sin poder vestir la camiseta, pero quizá una parte de mí se alegre de ello. Al fin y al cabo, en mi mano está el pasado, que es imposible de modificar como firme es mi decisión de no ensanchar la tela que hoy, al contrario que en el día de su presentación, se muestra con algún que otro hilo suelto. 11, concretamente. Uno por cada año de decepción continua, esenciales para comprender el entusiasmo de una ciudad que tiene licencia para emborracharse de ilusión. Qué más da, un día es un día.