En el Monte Olimpo moraban los Dioses. Seres inmortales, con poderes sobrenaturales y con facultades que escapan a la razón. Seres imperfectos, caprichosos, vanidosos, vulnerables. Divinizados por un lado. Humanizados por otro. Sus historias llegaron hasta los más apartados rincones. Cruzaron las arenas del tiempo y todo el mundo las conoce hoy. El mito sobrevivió, pero ellos murieron con la cultura clásica. ¿Todos? Ya sea porque sobrevivió oculto hasta convertirse en niño travieso en Villa Fiorito, o tal vez porque estaba predestinado a nacer en un humilde rincón de Argentina muy lejano a Grecia. Muy lejano a cualquier parte. En cualquier caso uno de aquellos Dioses de la antigüedad vivió y vive en nuestros días. Se llama Diego.

La infancia de la deidad fue dura. Con ocho hermanos y sin apenas un mendrugo que llevarse a la boca. La humanidad del mito era palpable desde sus inicios. También su magia. En sus capacidades sobrehumanas se basó el nacimiento de una historia. El principio de la leyenda. Los Cebollitas significaron el primer paso hacia la cima del planeta fútbol.

La carrera hacia los cielos acababa de empezar. Con solo 16 años Argentinos Juniors creyó en su magia. No lo hizo el Loco Gatti cuando le retó: “Eres un barril regordete. Jamás podrás marcarme un gol”. El guardameta tenía bien merecido el sobrenombre. Sus ojos, exageradamente normales, veían a Diego pequeño, flácido y con piernas cortas. Le veían humano. Cuando el futuro Dios pisó el césped de su templo, castigó a Gatti por su blasfemia haciéndole cuatro goles. A partir de ahí su crecimiento fue imparable hasta llegar a los altares del Planeta Fútbol

Dios

Celeste era el manto que le cubría en sus mayores hazañas. Con el Nápoles, con Argentina. En cada partido Diego interpretaba una partitura divina. Era humano cuando un retaco con el pelo alborotado deambulaba por el campo. Era Dios cuando entraba en contacto con la pelota. Dios dentro del campo, hombre fuera La caricia de su bota izquierda, el tintineo de las hijas en otoño. El manantial de la magia era ese pie zurdo divino en un vulgar cuerpo humano. Ese pie con apariencia normal, era capaz de hacer cualquier cosa: tocar una y otra vez una naranja sin dejar que tocase el suelo fue solo uno de sus milagros cotidianos. Conducir a un grupo de hombres, sin mayor aspiración que mantener la categoría sin agobios, a ser campeones del Scudetto dos veces, es una obra de mayor envergadura. Sin embargo, su mayor hito fue tocar el cielo en el año 86, comandando a una selección argentina sin demasiado nivel hacia el título mundial. “Cualquier equipo que tuviera a Diego, de los que llegaron a octavos de final, habría sido campeón del mundo”, comentó en su día Emilio Butragueño. La actuación individual más influyente y memorable de todos los tiempos.

Zeus poseía el rayo, Hermes las sandalias aladas, Hefesto el martillo y la fragua. Cada Dios tenía su atributo. También Diego. Un número diez en la espalda era su escudo. Le otorgaba protección ante feroces patadas que destrozarían a cualquier humano. Atroces ataques buscando su caída y consiguiéndolo en ocasiones, como hizo Goikoetxea. La pelota era su espada. Le pertenecía. La obediencia de la redonda hacia su amo era absoluta. Su lealtad, total. Amaestrada. Domada como una mascota. El nuevo Dios le devolvía la fidelidad en forma de cariño. Un afecto demostrado en cada caricia, en cada suave golpeo, en cada control hecho ternura. Esto explica hechos incomprensibles como un golpe franco indirecto en el que era imposible que la pelota superase la barrera y bajase a gol. Apenas mediaban cinco metros entre la portería y el balón. La palabra imposible no existe para los Dioses. Del mismo modo explica el complot falaz, burdo, traicionero, al que llegaron Diego, su espada y su escudo para hacer un gol con la mano en un Mundial o como usar las capacidades divinas para engañar a los pobres humanos. La mano de Dios. Solo unos minutos más tarde, quizá arrepentido por aquella treta, el pequeño con aspecto humano mostró su poderío en todo su esplendor. Recorrió más de 50 metros por el pasto del Azteca de México, con su amiga solapada en la bota izquierda, atravesando con la facilidad del que es superior la barrera inglesa. Una barrera demasiado humana, que solo podía volver la vista atrás para ver un diez alejándose, para acabar depositando la pelota en el interior de la portería y saldando inmediatamente la deuda por aquel engaño. Más tarde en la ducha, el humano Jorge Valdano le comentó que estaba solo, pero que, al ir contra tanto inglés, era normal que no le hubiera visto. Con la tranquilidad pasmosa que da convertir en extraordinario lo banal, Diego le respondió: “Sí que te vi, pero no te la di por miedo a que estuvieras en fuera de juego”. Sobrenatural.

Hombre

Zeus era lascivo, Hermes embustero y ladrón, Hefesto feo y amargado. Todos los Dioses tenían condiciones humanas. Eran imperfectos. También Diego. Deidad dentro del campo. Un simple hombre fuera. Diego Armando Maradona. Esa condición le llevó a juguetear con un néctar que no era, precisamente, la ambrosía. El fruto prohibido. Para Dioses y para hombres. De nada le sirvió ser el Dios del fútbol. La noche llegó para él. Alejado de los campos como castigo, fue desposeído de sus poderes y se pasó demasiado tiempo como humano. Tanto que, definitivamente, terminó por convertirse en uno. Fue entonces cuando su humanidad, su imperfección, sus errores, le acercaron a la raza humana. Despertó la ternura entre sus semejantes que no dudaron en perdonarle.

La propia humanidad quiso divinizarlo de nuevo. Un sinfín de alabanzas. Libros, vídeos, canciones… Todo el mundo quiso adorar a este Dios tan imperfecto. Pero él sabía que sus días como ente superior habían llegado a su fin. Quiso prolongar su reinado con destellos de magia hasta que, definitivamente, dejó de lado la hierba sobre la que obraba sus milagros. Abandonó a su fiel compañera, a su inseparable amiga redonda, a su espada. También dejó atrás su escudo, que siempre le acompañó, cuidando su espalda. Desde entonces, está en disputa el dominio de ambos iconos. Varios nombres se han barajado como el mejor jugador que ha existido. El mejor jugador humano claro, ya que la religión del fútbol es monoteísta.

Hoy en día, Diego vive como hombre, en medio de los hombres. Nuca fue un ejemplo. Tampoco pretendió serlo. Sin embargo, cada vez que acaricia con su pie izquierdo una pelota, una luz divina baja del cielo y le indica a todos los que le ven, que están en presencia del Dios del Fútbol.