Un jugador con frac. La elegancia trasladada al fútbol. Aquel que levantaba a los estadios con indiferencia del bando en que deleitaba con su magia. Un ‘10’ en su máximo exponente que brilló como ‘5’ y como ‘21’, pero que dio a su selección una Copa del Mundo y cerca estuvo de darle dos. Hizo suyo uno de los regates más preciosistas. Saltaba al césped con un hilo invisible y un imán atado a su bota para realizar controles de otro mundo. Un sudor característico y una testa diferente que se postraba sobre un cuerpo desgarbado. Raíces argelinas, corazón galo. Con una herencia a sus espaldas prometedora, dejó un sello plausible en cada campeonato mundial desde que se enfundara por primera vez la zamarra bleu.

El inicio de la leyenda

Campeonato en casa, batacazo y adiós agridulce cuando a punto estaba de alcanzar el culmen como futbolista. Se quedó a un paso, a unos minutos y un gesto de tener la posibilidad de llevar nuevamente a los franceses hasta el máximo escalafón balompédico mundial como ya hiciese ocho años atrás en Saint-Denis. Una leyenda que se forjaba de puntillas, como una bailarina de ballet. Elegante pero contundente. Sin llamar la atención. Arribaba al Mundial del 98 con la ardua tarea de conseguir que el trofeo dorado no saliese de las fronteras francesas, sin ser el líder de un equipo forjado para la complicada empresa. Sudáfrica y Arabia Saudita las primeras víctimas. Frente a los árabes, la primera expulsión de un galo en una Copa del Mundo, de nuestro protagonista.

Volvía para disputar los cuartos de final contra Italia, el país donde defendía los colores de la Vecchia Signora. Una camiseta bianconeri que cerca estuvo de alzarse con la máxima competición del viejo continente, una espina en el camino. Igualado, complicado y áspero fue el partido. Con 0-0 se decidiría en la tanda de penales un partido en favor de los galos para tener la posibilidad de llegar a la final si vencían a Croacia. Los helvéticos sucumbieron frente al doblete de Thuram cuando el ‘10’ francés comenzaba a hacer las delicias de cualquier aficionado al fútbol. Un preludio del culmen final en el escenario más ansiado. Con la campeonísima enfrente y el apoyo de una grada entregada.

Destellos de una clase superlativa anticipaban una gesta todavía recordada y sentida por aquellos lares. Cada toque suyo suscitaba emoción, descolocaba al rival y dejaba un halo de luz futbolístico deslumbrante. Todo por el suelo, nada por el aire, hasta que decidiese percutir con virulencia un testarazo a la meta brasileña. Adelantaba a los suyos, su primer gol del torneo. Un mago de los pies que dejó un remate de cabeza para el recuerdo con una didáctica incomparable. Ejecución similar, lugar opuesto, y esta vez sin la necesidad de elevarse para mostrar su desgarbada figura. Un corte en la zaga verdeamarelha para volver a rematar con la cabeza al fondo de la red. Un mago que le enseñó a la canarinha que además de por abajo, aparece por arriba. Dos goles y un catálogo de acciones que le sirvieron para ver su rostro reflejado en el Arco del Triunfo parisino a la par que se elevaba a la categoría de mito nacional.

Un borrón asiático

Lejos de lograr la gloria conseguida dos y cuatro años atrás con la doble corona mundial y europea, Francia aterrizaba en oriente con la vitola de selección favorita. Una presunción demasiado optimista a toro pasado. Quien en tierras galas diese el primer entorchado mundialista no podía ser de la partida en los dos primeros encuentros. Una lesión le dejaba lejos del terreno de juego y su baja no pudo ser contrarrestada por sus compañeros. El último duelo frente a Dinamarca obligaba a los centroeuropeos a hacerse con la victoria, algo que no ocurrió pese a que el ‘10’ francés estaba sobre el césped. Bajo de forma había llegado a la Copa del Mundo y aquellos que le sufrieron terminarían imponiéndose bajo la figura de un ariete que meses después viajaría a la capital de España para hacer las delicias junto al que días antes había dejado boquiabierto al Mundo con el que quizás es, hasta el momento, el mejor gol de la Liga de Campeones.

Una última función maravillosa

El retiro dorado. Líder de una generación que afrontaba sus últimos coletazos. El fin de un grupo maravilloso y por ahora irrepetible para los galos. Se ponía punto y final –para muchos de forma prematura- a una carrera maravillosa. Un cierre que se antojaba más oscuro de lo que realmente fue. 34 años a sus espaldas. Como ya hiciese en “su Mundial” bailaría de puntillas, comenzaría la función despacito con una galantería que de forma creciente sería más atrevida. Un baile con la Copa del Mundo de final esquivo, inicio dubitativo y transición fastuosa.

Si bien la fase de grupos recordaba a lo acontecido en Corea y Japón, la suerte esta vez no fue esquiva con los galos. Pasaron una fase de grupos más difícil de lo que se presuponía para enfrentarse a sus vecinos transpirenaicos. La selección española, un equipo en visos de, que infravaloraría a la veteranía para abdicar ante ella. Un punto de inflexión en el campeonato, un soplo de aire fresco para los franceses con un pulmón como el ‘10’ dando latidos de magia. Una cabalgada majestuosa, un control mágico para poder encarar a la zaga hispana y dejar atrás al primer defensor antes de batir con un elegante giro de cadera a su compañero merengue.

Zidane frente a varios brasileños (FOTO: Matthias Schrader/EPA)

El amarillo le pone. Le inspira, le gusta y lo demuestra. Así se vio en la tarde veraniega de 2006. Con Brasil enfrente, el mago brilló. Dejó su última gran función contra la pentacampeona. Una muestra de clase y calidad que perdurará en los anales de la historia mundialista. La quería para jugar, hacer jugar y deleitar. Divertir divirtiéndose. Una filosofía tan utópica que él conseguía hacerla realidad. Atrás dejaba brasileños como destellos. Un repertorio de acciones maravillosas al alcance de muy pocos. Se fue con una asistencia, un pase al segundo palo medido para otro masterclass como Henry. Pasaron y otro rival íbero, Portugal, les esperaba en la antesala de la final. Un nuevo ídolo blanco, un nuevo amigo que decía adiós a las Copas del Mundo y que ansiaba con el retiro dorado. No pudo ser para el luso. El destino parecía aguardar un final feliz tras conseguir su segunda final mundialista gracias a una perfecta ejecución desde los once metros.

Porque no es grande a quien se le recuerda por su nombre, sino quien no necesita ser nombrado para recordar su grandezaY al fin llegó. Berlín, Italia, un trofeo. La función que todos sabían que llegaría pero que nadie quería que llegase. La última actuación de un mago galo que antes de marcharse no dejaría indiferente a sus aficionados. Porque su brillantez hizo de cualquier fan futbolístico suyo. El Olímpico aguardaba un retiro dorado. El guion continuaba su secuencia, la obra proseguía con sus destellos. El cierre del primer acto, igualado, pero con uno de los mejores goles que se recuerdan en una final de un Mundial. Asequible dicen algunos, suerte dicen otros. Todo se congeló cuando el ‘10’ rozó suavemente el esférico por su parte inferior para rodar sobre sí mismo hasta percutir contra el larguero y traspasar la línea de gol. No hizo falta tocar la red. El galo quiso que el balón volviese al terreno de juego. Quería seguir jugando, quería seguir disfrutando y haciendo disfrutar.

No cesó su magia, continuó. Ya había logrado batir a la difícil zaga italiana. Era el primer gol que salía de botas rivales encajado por los transalpinos. Los destellos no eran suficientes. Los reflejos del 98 tampoco, testarazos que entraban no entraron. Salió la garra, el pundonor de un ganador hasta entonces oculto. Con el brazo en cabestrillo proseguía. Las últimas heridas futbolísticas no hacían mella en un veterano curtido en mil batallas que se olía el final trágico. Pero jamás podía esperarse que sería de la manera que fue. El mago perdió los papeles, el público se llevó las manos a la cabeza y la función se terminó. Nunca más se supo de él sobre el césped. Nunca más se volvió a ver brillar aquella calva sobre ese elegante y desgarbado cuerpo galo. Nunca más nos hizo disfrutar. Porque no es grande a quien se le recuerda por su nombre, sino quien no necesita ser nombrado para recordar su grandeza.