El once es un número maestro, representa el vínculo entre lo mortal y lo inmortal, entre el hombre y el espíritu, entre la oscuridad y la luz, entre la ignorancia y la iluminación, quizás por ello la simbología del citado número en el fútbol va mucho más allá de dos simples dígitos numéricos. Once son los futbolistas que saltan al terreno de juego por cada equipo en pos de la victoria, pero muy especialmente, once son los metros que separan a futbolistas y porteros, del todo o la nada, la oscuridad o la luz, la mortalidad del error o la inmortalidad del acierto.

Once son los metros que separan el punto fatídico de la línea de gol y once son los metros desde los que se efectúa una de las suertes supremas y más complejas del fútbol. Efectivamente, el penalti, tan antiguo como el fútbol, la regla nº 14 ideada por el guardameta norirlandés William McCrum, en 1890, estrenada con posterioridad por John Health, del Wolves, el 14 de septiembre de 1891. Una distancia fatídica instaurada oficialmente en 1902, un duelo al sol con un balón de por medio, la emoción elevada a su máxima potencia, el juego de la pausa y la precipitación que Panenka elevó a obra de arte exquisita, pero también el recurso más eficaz ideado cuando en ausencia del gol o la presencia del mismo en paridad de los guarismos, imposibilitan la definición de un equipo ganador.

La pena máxima tiene por tanto casi los mismos años que el fútbol, pero la tanda de penaltis guarda una pequeña gran historia que arranca décadas después, en La Tacita de Plata en 1962, rincón trimilenario del que otrora y en tiempos de esplendor, surgió la idea en la que fue conocida como Pequeña Copa del Mundo: el Trofeo Carranza. Dicen que en Cádiz las piedras son sabias, pues estas rocas moldeadas por la bajamar y la pleamar, por el poniente y el levante, acogieron y fueron testigos pétreas de diversas culturas y civilizaciones. Quizás por ello andar por esta ciudad además de una experiencia edificante, constituye un ejercicio absolutamente diferente y singular, pues el paso de la civilización por la morfología de la misma, quedó en todo momento supeditado al capricho creativo de la roca viva y la sal.

Y por esa razón andando por la historia de esta ciudad se puede encontrar a uno de los muchos personajes anónimos que se ocultan tras los muros de esta pequeña sartén de escollera rodeada de mar, rebosante de ingenio y sabiduría popular. Hijo de Vicente Ballester Tinoco, (carpintero ebanista, escritor, periodista español y uno de los grandes representantes del anarquismo español), Rafael Ballester Sierra, fue uno de estos claros ejemplos de sabiduría. A diferencia de lo que podría haber sucedido, de los pingües beneficios que podría haber obtenido con la explotación de su idea, vivió siempre de manera sencilla y humilde. Desempeñó varias actividades a lo largo de su existencia, jubilándose como contratista de obras al frente de una pequeña empresa que dio numerosos jornales de trabajo. Rafael fue un gaditano que por su afición al fútbol, al estudio de sus reglas, pudo convertirse en universal, pero que permaneció en el olvido durante años en algún rincón de la ciudad, donde el Alzheimer le impidió identificar un reconocimiento histórico en papel demasiado tardío.

Expresidente del humilde UD Gaditana, modesto conjunto del fútbol amateur de la ciudad, ingresó en la junta directiva del Cádiz en la década de los sesenta y fue en su desempeño directivo en el club amarillo, en el que sin ser consciente de ello, cambió el curso de una parte importante de la historia del fútbol. Y fue en la VIII edición del Trofeo Carranza “el Trofeo de los Trofeos” en la que aportó de su propia inventiva una idea que dio solución a un problema planteado sucesivamente durante años en la disputa del prestigioso e histórico torneo veraniego. En el fútbol los partidos que no se podían resolver en la prórroga acostumbraban a dilucidar su ganador a través del viejo método inglés del replay, pero en un torneo que había de disputarse en tres días era imposible recurrir al partido de desempate. Ni existían fechas, ni medios, ni posibilidad de alargar la estancia de los clubes en la ciudad, por lo que era absolutamente necesaria la existencia de un ganador en aquellos tres trepidantes días de torneo. En busca del gol se dilataron tanto la duración de los partidos que tanto el espectáculo como la capacidad física de los futbolistas en una hipotética final se vieron seriamente disminuidos por lo que desde el año 1958 se recurrió en casos de persistencia en el empate en dar como ganador a aquel equipo que hubiera botado más saques de esquina, pero la citada solución restó prestigio al torneo y dejó insatisfechos a la mayoría de la gente.

Todo lo citado aconteció hasta la citada VIII edición de 1962, en la que el Barcelona (aun de Kubala) y el Zaragoza (de los Magníficos) se disputaron la final. Una final en la que al término de los noventa minutos reglamentarios se llegó con empate a cero, por lo que se decidió jugarse una prórroga que concluyó con una nueva paridad en el marcador; en esta ocasión a uno merced a los tantos marcados por Marcelino en el 93 para los maños, y por Re en el 110 para los blaugranas. Fue entonces cuando la afilada inventiva de Rafael Ballester hizo su estelar aparición para vislumbrar una solución que incluso ha resuelto Campeonatos Mundiales. Don Rafael propuso a los organizadores, a los capitanes de ambos equipos y a Joaquim Campos (colegiado de aquella final) la resolución del match con la ejecución de unos “lanzamientos de desempate” desde los once metros.

A diferencia de la norma existente en la actualidad, Ballester propuso el lanzamiento de cinco disparos consecutivos por parte de cada equipo. A ambos equipos les pareció justa e interesante la idea, el Zaragoza fue el encargado de dar inicio a la primera tanda de penaltis de la historia, siendo Duca el primero en transformar. Le siguieron Seminario (que marcó), Lapetra (que mandó su chut a la base del poste), Santamaría (que lo mandó fuera) y el portero Yarza, que anotó el quinto lanzamiento, arrojando un parcial de tres aciertos por lo que el Barcelona tendría que anotar cuatro para salir campeón. Curiosamente por el Barcelona anotaron Benítez y Re, pero Camps y Cubilla no pudieron batir al guardameta maño Yarza, por lo que Gracia con toda la presión sobre él, tuvo que anotar para establecer un nuevo y desesperante empate. La idea de Ballester dio como resultado el enésimo empate pero reunidos los colegiados, delegados, capitanes y presidentes de ambos equipos resolvieron incidir nuevamente en la solución Rafael Ballester, por lo que se repitió la tanda de lanzamientos.

En esta ocasión el Barcelona tuvo mayor porcentaje de acierto, por lo que se erigió en ganador de la VIII edición del Trofeo Carranza, especialmente histórica por la puesta en marcha e implantación de la idea de Rafael Ballester, un creativo popular gaditano, un gaditano universal que resolvió elevar su inventiva a la instancia superior de la FIFA, que prometió estudiarla pero acabó olvidándose de la misma hasta que Karl Wald, un árbitro se apropió de la misma en 1970. El colegiado teutón la trasladó a la Federación Alemana de Fútbol, que acabó aceptándola, para posteriormente hacerlo también la FIFA y la International Board.

A partir de ese momento la historia olvidaba injustamente a Rafael Ballester, pero el fútbol hacía suya la idea. El Manchester United recurrió a la tanda de penaltis para destronar al Hull City en la final de la extinta Watney Cup de Inglaterra del año 1970. Desde entonces muchos han salido campeones en el duelo al sol de los once metros, Panenka la convirtió en universal en 1976 haciendo a Checoslovaquia campeona de Europa en 1976, Roberto Baggio sintió la soledad del perdedor y la crueldad que encerraba en sí misma la citada solución, en cambio Brasil jamás olvidará aquella tanda de penaltis de 1994. España en cierta medida incidió en su maldición desde los once metros en el Mundial de México de 1986, pero salió definitivamente de ella gracias a Iker Casillas en la tanda de los cuartos de final de la Eurocopa de 2008.

Una idea anónima, una idea emocionante, una idea universal a la que en el Campeonato del Mundo de Brasil se ha tenido que recurrir hasta en cuatro ocasiones, convirtiendo a Argentina en finalista y a Romero (como lo fue Sergio Goycochea en 1990) en uno de los grandes héroes de la historia de los mundiales y del fútbol argentino. Quizás, quién sabe si también dirimirá al próximo campeón, pues jamás una idea sustentada en tan solo once metros, en una distancia tan grande para el lanzador y tan pequeña para el bloqueador repartió tantas tristezas y alegrías…

Foto: Revista Oficial del Cádiz C.F. “Nuestro Cádiz”