Sabida es la capacidad única de Guardiola de jugar con su equipo hasta obtener la imagen deseada. Es un enfermo de su profesión, un alquimista, y así lo plasma en cada uno de sus enfrentamientos. Laterales que actúan de interiores, centrocampistas que forman en el eje de centrales, extremos carrileros, falsos “9es”... El martes, en otra gran noche de Champions, el Walter White de los banquillos, y su camaleón, volvieron a regalar una velada para el recuerdo.
La enésima transformación
Hasta ahora, el Bayern había llegado a formar con el clásico 4-3-3 más guardiolesco, con un germano 4-2-3-1 e incluso con un 3-5-2, tan osado como efectivo. Sin embargo, jamás había hecho nada si quiera parecido a lo que planteó el martes sobre el Allianz. Y es que, condicionado por la larga lista de bajas, en unión al desastre del choque de ida, Guardiola vistió a su Bayern con un 4-4-2 tan clásico sobre el papel, como sobre el verde.
El objetivo no era ser preciosista, no era maravillar con un juego de toque superlativo
Circulación rápida, juego por bandas, centros laterales y cambios de juego constantes. El ABC de cualquier equipo que se preste independientemente de su nivel, exigencia o categoría. Tan básico como elemental. Tan simple como efectivo. El objetivo no era ser preciosista, no era maravillar con un juego de toque superlativo, no era generar los “olés” en la grada. El objetivo era generar peligro, era volcarse sobre la meta rival, era ser un martillo pilón.
Ni rastro del dragón
En el choque de ida, un problema resaltó por encima del resto en la escuadra bávara. La lentitud y previsibilidad de la línea de zagueros, en consonancia con los mediocentros, para sacar la pelota desde atrás. Hecho éste que supuso un verdadero filón para el aguerrido Oporto de Lopetegui, que, a base de intensidad, ritmo y una gran predisposición táctica, golpeó una y otra vez sobre el débil despliegue de los de Pep. Solución: se acabó lo de sacar la pelota jugada desde atrás. Campo abierto, envíos largos de lado a lado y cargas continuas por los costados. De un plumazo, Pep se deshizo de aquello que más daño le había hecho en el choque de ida.
De un plumazo, Pep se deshizo de aquello que más daño le había hecho en el choque de ida
Desactivada esa primera línea de presión de los Dragones, el resto del plan era bien sencillo de ejecutar, más, cuando cuentas con jugadores tan incisivos arriba como Müller o Lewandowski. La jugada se repetía una y otra vez. Boateng o Badstuber abrían a banda, ya fuera la derecha con Lahm y Rafinha, o la izquierda con Bernat y Götze, y desde ahí, a percutir sobre el área rival.
Ahora bien, una vez logrado todo lo comentado hasta el momento, añádanle al choque una defensa blandita en todas sus piezas y la clásica mística germana que se forma en noches como esta. Esa mística que te llena de orgullo, que te invade todo el cuerpo, que te hace pensar “qué buenos somos. Hoy no nos para nadie”. Esa que llevó a Lineker a decir aquello que dijo. Esa que, terminado ya el encuentro, lleva a Thomas Müller (posiblemente el jugador bávaro que mejor la representa) a coger un megáfono, subirse a la grada y gritar. Gritar muy fuerte, y mucho, hasta desgallitarse si así es necesario.
Y claro, el Bayern tumbó a su rival. No fue precisamente el partido más brillante de Guardiola desde que está en Múnich, ni el más preciosista. Incluso, nos atreveríamos a afirmar que no fue su mejor partido esta temporada. No obstante, Guardiola lo volvió a hacer. Con un equipo muy mermado por las bajas, eludió nuevamente el peligro de un modo brillante. El camaleón de Baviera volvió a transmutar, tanto, tanto, que ni el dragón portugués pudo con él.
Imagen: businessinsider.com