Para Jung el héroe en esencia es ignorante de las formas del inconsciente colectivo, necesita de la guía de un viejo sabio que le revele la naturaleza del citado inconsciente y la trascendencia de sus victorias. Quizás por la citada razón fueron elegidos por nosotros, para volcar en ellos las pequeñas victorias parciales de nuestra vida cotidiana. Por ello los pueblos, identificaron en ellos victorias mitificadas en las que encontraron las pequeñas alegrías de la vida y el arte de saber distinguirlas.

Desde el comienzo de la humanidad el hombre se agarró al héroe y lo convirtió en un navegante entre universos, entre el universo de la realidad y el de la ficción. Personajes de carne y hueso que fueron mitificados, y sus hazañas, sus victorias, pasaron a pertenecer a un mundo ficticio e inalcanzable para los mortales. Habitualmente tendemos a confundir al catalogar como héroes a personajes históricos que fueron mucho más allá del mito. Un buen ejemplo lo encontramos en la figura de Gandhi, el indio de la no violencia, cuya figura correspondería con la del viejo sabio revelador del verdadero inconsciente colectivo. Su lucha, su batalla, fue mucho más allá del héroe, lo suyo fue pura revelación. Aunque su historia pueda ser mitificada, Gandhi jamás será un mito sino una profunda y gran verdad.

Ahí radica la diferencia, el héroe escenifica y refuerza nuestro propio Yo, las victorias parciales, mientras que el viejo sabio revela la gran verdad. Posiblemente por ello, ante la ausencia de sabios reveladores en la sociedad actual, recurrimos al fútbol y el deporte para cubrir la necesidad que tenemos de encontrar figuras que refuercen nuestro propio Yo. Por la misma razón inventamos figuras de ficción dotadas de súper poderes capaces de ganar batallas a las sombras, de proporcionarnos las pequeñas alegrías que ponen en marcha el motor de nuestras vidas. Figuras que en la sociedad actual encuentran en el fútbol al arquetipo idóneo para representar a nuestros héroes contemporáneos. Instrumentos y ejecutores de una idea, una filosofía de juego que correspondería con la revelación, personajes que en esencia ignoran la trascendencia de sus logros, pero que teatralizan pequeñas victorias cotidianas que acaban siendo mitificadas por los aficionados.

Y en la línea temporal del mito, del arquetipo del fútbol este pequeño repaso histórico servirá en parte para revelar las pequeñas grandes victorias de una competición que desde el año 1960 ha generado a sus propios mitos y héroes.

París se baña con la lluvia, cobija a Chopin y asiste a una rebelión de gárgolas que vuelan desde Notre Dame. La ciudad de la luz se enfunda su chaqué francés en la primera edición de la Eurocopa para mostrarnos a la vieja URSS, que a su vez se muestra a Europa como un equipo ordenado, con gran rigor defensivo y preciso poder ofensivo. Igor Neto capitanea a la Sbornaya, que basa gran parte de su éxito en el defensa Anatoli Maslyonkin, en la peligrosidad de Ivanov, Metreveli y Ponedelnik, pero sobre todo en el perfil legendario de un héroe llamado Lev Yashin y apodado por todos como “La araña negra”. Viktor Ponedelnik pudo ser el héroe pues bajo la lluvia parisina anotó el gol decisivo de la prórroga disputada en la final ante la poderosa selección yugoslava de Milan Galic, pero la historia jamás olvidará la heroica presencia en la portería de un ser arácnido que convirtió su portería en un muro infranqueable para los rivales. Pura leyenda, pura mitificación.

Pasaron cuatro largos años y Madrid, la que dice ser la ciudad de los niños, aquella que nunca duerme pero entonces hibernaba bajo la opresión del régimen franquista, se redimió para el fútbol internacional de selecciones. En aquella ocasión el fútbol concebido como idóneo instrumento del poder, posibilitó que Franco levantara el veto a los diabólicos rusos y cediera en sus dictatoriales decisiones. Por una vez una generación grandiosa del fútbol español pudo competir por el título europeo, pero la URSS que seguía manteniendo vigencia de su poder, no le puso nada fácil el triunfo a una gran selección como la española. Un gran equipo en el que la mayoría de sus componentes pudieron ser héroes, pues desde Luis Suárez (el genio del equipo) a Amancio, pasando por Pereda, Calleja, Iribar, Lapetra, todos fueron merecedores de la citada consideración. Pero como todos conocemos el mito necesita de un instante para perdurar y un personaje concreto para protagonizarlo. Y en la historia de aquella legendaria final disputada un 21 de junio de 1964 en Chamartín, el héroe no fue otro que Marcelino Martínez Cao, que con un cabezazo inimaginable convirtió a España en campeona de Europa. Su acción prevaleció como la más brillante de nuestra historia futbolística internacional durante décadas y Marcelino como legítimo sucesor de Telmo Zarra en la mitología de la selección. Tanto es así que pasaron años hasta que el pasador de aquella acción fue reconocido como tal, pues Pereda permaneció en el olvido (se aseguró que había sido Amancio) hasta que la historia le devolvió el lugar que le correspondía. Todo quedó en un segundo plano ante el prodigioso cabezazo en escorzo del héroe volador, ante el Ícaro rojo del fútbol español que puso punto y final al reinado de una "Araña negra".

Dicen que todos los caminos conducen a Roma por lo que para llegar a la eternidad romana podremos hacerlo de diversas maneras y, en el año 1968 Italia eligió el azar y el catenaccio para llegar a la ansiada eternidad europea. Una eternidad para la que nos resulta cuando menos complicado identificar al héroe, pues el catenaccio italiano neutralizó todo atisbo de prevalencia creativa e individual sobre el colectivo. Es más, aun reconociendo en Giacinto Facchetti y Dragan Dzajic, a los mejores futbolistas del torneo, posiblemente identificaríamos aquella ausencia de heroicidad en el lanzamiento de una moneda al aire que determinó el devenir legendario del torneo. Y es que tan solo la fortuna y la mano del colegiado alemán Kurt Tscherner, en las semifinales ante la URSS, situaron al catenaccio en la autopista de la victoria. Un catenaccio que obtuvo su recompensa e identificó a sus héroes en el partido final en las figuras de Mazzola, Riva y Anastasi, que le dieron la Copa a Italia en el Coliseo romano del fútbol.

En el año 1972 los jóvenes alemanes buscaban ansiosamente un referente e icono al que aferrarse, un arquetipo y una idea que adoptar. Por su parte el fútbol se disponía a experimentar uno de aquellos cambios de tendencia que tanto marcan al aficionado. Y aquellos estudiantes y artistas teutones que buscaban respuestas, nuevas tendencias, encontraron a su propio héroe e identificación por un modelo,en una nueva corriente de expresión que tuvo su fuente de inspiración en un alemán con pies de baloncestista y precisión de cirujano. Un imponente alemán llamado Günter Netzer, sin duda héroe e icono junto a Franz Beckenabuer de una selección que paseó y exhibió en Bruselas un magistral y constante cambio posicional en la media que perdura en nuestra memoria. Un estilo de juego conocido como Ramba Zamba que abogó por la creatividad, el talento y, se rebeló ante el modelo tradicional y las viejas estructuras ancladas en el poder.

Günter Netzer y Franz Beckenbauer

Belgrado y Zagreb reivindican hoy sus propias nacionalidades serbias y croatas pero hubo un tiempo en el que el fútbol las unió para competir y representar a la ya extinta Yugoslavia. Ambos ciudades fueron sede de la Eurocopa de Naciones de 1976, en la que Alemania que seguía siendo una poderosa potencia futbolística, vigente campeona del mundo, mostró una versión que defirió bastante de la que se pudo contemplar cuatro años atrás. Aunque se mantenía firme, como absoluta favorita de un torneo destinado a regresar a tierras germanas, acabó sucumbiendo a la grandeza de un deporte en el que de cuando en cuando los modestos pueden llegar a reinar. El fútbol una vez más nos dio toda una lección, nos demostró su capacidad única para generar contra todo pronóstico a sus propios héroes. Hecho absolutamente verídico y acaecido en la final disputada en Belgrado, en la Ciudad Blanca que aquella noche tiñó de fuego rojo el manto verde del pequeño Maracaná. Pues la inesperada Checoslovaquia tiró de la imaginación de un creativo llamado Antonin Panenka, coronado como héroe legendario con un penalti inolvidable lanzado al limbo de un guardameta mítico como Sepp Maier, que tan solo pudo rendirse al retazo de genialidad del héroe de Praga que por una noche reinó en la vieja Europa.

Penalti Panenka Final 1976

Y aquella vieja Europa aguardó cuatro años más para dirimir un reinado e identificar a sus nuevos héroes. Una vez más por el juego de tronos del fútbol europeo todos los caminos conducían a Roma y una vez más Alemania siguió demostrando su poderío y vigencia internacional. En tierras italianas el fútbol asistió complacido a la irrupción de un joven llamado Bernd Schuster y apodado como el “Ángel Rubio”, en aquel entonces aún con motor alemán, desplazamientos de cuarenta metros y el fútbol de salón arraigado en lo más profundo de su genial rebeldía. Pudo ser héroe Karl Heinz Rummenigge, pudo serlo Allofs y, pudo serlo y lo fue Horst Hrubesch, que anotó los dos goles de la final ante Bélgica, pero las palabras de este refiriéndose a Bernd Schuster, cuentan en mi juicio mucho más para identificar al viejo sabio revelador que convirtió a este primero en héroe: “Jamás había visto un jugador tan perfecto”.

En el fútbol y en el reinado de la vieja Europa, la figura del héroe se difumina con la de su equivalente opuesto. Con París en los recovecos de nuestra memoria y el año 84 viajando por nuestras conexiones neuronales el héroe y el antihéroe se debaten en nuestros recuerdos, pues todo aquel que tuvo la oportunidad de contemplar aquel campeonato identificó al héroe en la figura de Luis Arconada, así como en la de “Le Roi” Michel Platini. Pero como el fútbol necesita de buenos y malos, de vencedores y vencidos, acabó coronando al genial jugador francés como héroe y nuevo Rey de aquel torneo. Condenando a su vez con un golpe franco de infausto recuerdo al magistral portero vasco como injusto antihéroe de una final que jamás olvidará.

Dicen, cuentan que el fútbol tiene la capacidad de generar héroes cada fin de semana, de otorgar al vencido una segunda oportunidad. Y a Holanda, a Rinus Michels, que con Johan Cruyff legó uno de los mayores héroes de la historia del fútbol, también a uno de sus más sabios reveladores de una verdad llamada Fútbol Total, el fútbol le debía una segunda oportunidad. Y aquella segunda oportunidad llegó en el escenario en el que les fue arrebatada la gloria catorce años atrás, en el Olímpico de Munich, donde el arte del remate coronó a Marco Van Basten como héroe indiscutible de la competición, pues su volea al ángulo representa uno de los momentos más intensos de la historia de este deporte. El gol del cisne, de un elegante tulipán transfigurado en ave coronó una idea que por fin pudo reinar en el inolvidable año 1988.

E inolvidable fue para muchos de nosotros el año 1992, especialmente porque el deporte nos reportó una infinidad de héroes y figuras arquetípicas que brillaron en los incomparable Juegos de Barcelona, pero paradójicamente el citado año también se recordará por lo acaecido en la Eurocopa de Naciones disputada en Suecia. En aquella ocasión el fútbol jugó con el término héroe para coronar en la mitología de la heroicidad a un grupo de antihéroes que identificaron a su propia figura a mitificar en el perfil de un gigante llamado Peter Schmeichel. El portero grandanés, héroe indiscutible de una semifinal en la que fue absolutamente decisivo en la tanda de penaltis ante la poderosa Holanda. Un héroe que bien podría haber sido Kim Vilfort, autor del gol que puso la sentencia ante Alemania en la final, pero además de Schmeichel, los verdaderos héroes de la citada competición no fueron otros que los once antihéroes que contra todo pronóstico entregaron a los rolig, a su «We are red, we are white, we are Danish dynamite» una Copa previsiblemente inalcanzable para un grupo de chicos que prácticamente estaban de vacaciones.

Dinamarca, campeona de la Eurocopa de Naciones de 1992 ante Alemania, contra todo pronóstico

Y en este juego de Tronos que representa el reinado por el fútbol de la Vieja Europa nos topamos con la evangelizadora Inglaterra, incapaz de levantar al cielo de la leyenda la Copa Henri Delaunay. Por ello con las Torres gemelas de Wembley como marco incomparable de su poder, Inglaterra pensó que había llegado el momento de romper el tradicional maleficio que les perseguía en la citada competición. Por la citada razón depositó su esperanza de victoria en el talento y la elegancia de un ‘dreadful infant’ llamado Paul Gascoine. Un genio que por calidad pudo reinar, pero acabó revelándose como uno de los más insignes e inolvidables héroes rotos del balón. Y en la competición que pudo coronar a un héroe inglés llamado Gascoine, a su compañero y excelso goleador Alan Shearer o a un checo llamado Pavel Nedved, acabó coronando a un oportuno alemán llamado Bierhoff con el gol de oro que iluminó Wembley y le convirtió en héroe de la Eurocopa de 1996.

En el año 2000, las teorías proféticas del fin del mundo caían a diario por el peso de la razón y los acontecimientos. El fútbol, los aficionados, ajenos a las apocalípticas profecías seguían buscando a sus nuevos héroes. Bélgica y Holanda se llenaban de peregrinos europeos del balón, acogían a los viejos profetas del gol y abrían las calles de la leyenda a Zinedine Zidane, monarca del fútbol europeo. En el comienzo de un nuevo milenio la “Generación de oro del fútbol luso” no pudo confirmar su calidad y cayó ante el héroe por antonomasia del fútbol francés: Zinedine Zidane, que al transformar un dudoso penalti acabó con el sueño luso y enfiló el camino hacia un nuevo festejo a los pies del Arco del Triunfo. Un festejo al que un incómodo invitado como Italia plantó seria batalla en Rotterdam, donde puso en discusión la victoria francesa hasta poco antes del final, cuando un gol de oro de Trezeguet le convirtió en héroe de aquella final.

Trezeguet y Zidane

De las costas del Egeo, partieron en 2004 las hordas helenas del técnico alemán por entonces conocido como Otto Rehhagel. Una bisoña selección llegó a bordo de su anonimato como víctima propiciatoria de las grandes potencias y acabó protagonizando uno de aquellos cambios de tendencia que se producen de cuando en cuando en el fútbol. Y el fútbol como cuna de héroes modernos, como escuela filosófica de las ideas e historias anudadas a la emoción, encontró en la figura del que acabó siendo conocido como Rehhakel I el Grande, a su gran héroe heleno y a uno de los más firmes defensores de una tendencia, una filosofía que basó su concepción del juego en el talento defensivo. Como elemento revelador de aquella idea, Rehhagel tuvo la perspicacia suficiente como para convertir a Traianos Dellas, a Nikopolidis, a toda su defensa y al oportuno Angelo Cahristeas, en los héroes del conocido como “Milagro de Lisboa”, que dicen dejó en pañales al más puro catenaccio. Pues en Da Luz once antihéroes helenos teatralizaron el final de un sueño y la versión europea del Maracanazo.

Grecia, campeona de la Eurocopa de 2004, una de las mayores sorpresas de la historia

Y como punto final de nuestra búsqueda de los héroes que reinaron en Europa, las sonatas, las sinfonías de Haydin, y la anónima genialidad musical de un genio que vivió intensamente pobre una corta vida de 35 creativos años, Wolfgang Amadeus Mozart, nos conectan con Viena. Nos conectan con un imborrable recuerdo, una sinfonía musical creada entre Austria y Suiza, donde un cambio de tendencia futbolístico dio un giro crucial a nuestra historia y dispuso al mundo para deleitarse con un modelo de juego que circuló anidando su grandeza en los corazones de fuego de los aficionados. Violines comenzaron a contar la historia de héroes de verdad, los conceptos de un modelo que bebió de varias fuentes, pero que encontró en Luis Aragonés a su verdadero revelador. Convencido de que el español era inferior en la condición física de base, “el sabio de Hortaleza” se desmarcó del célebre tópico de la furia y se agarró a la pelota con sus mejores y más pequeños catalizadores del talento. Con ellos y una vez neutralizada la guerra de egos, con un grupo de grandes futbolistas en los que lo más importante era el equipo, España comenzó a brillar.

España, última campeona (Eurocopa 2008)

Fue entonces cuando el mejor Xavi mostró su genial mesocracia futbolística e impresionó al mundo, cuando Silva creció junto a su magia, cuando Iniesta lo bordó enfundado en un chaqué que recordó al mejor Zidane, cuando Casillas se disfrazó una vez más de héroe ante Italia, y Villa aprovechó al milímetro el trabajo de Torres, aquel que le creó espacios con sus movimientos y acabó convirtiéndose en el héroe de la legendaria victoria final. Pues dicen, cuentan, que Fernando porta desde Niño en su interior un secreto que guarda como oro en paño. Y es que al parecer en el mágico instante en el que tomó contacto por primera vez con una pelota, experimentó un curioso Deja Vu. Aquel “Niño” se supo héroe al verse a sí mismo anotando el gol decisivo de una final de un gran campeonato tras una carrera de poder a poder por una legendaria calle llamada Alemania en el Prater vienés, donde a título póstumo se hizo la música de Don Giovanni. Pura mitología…

Y en aquella carrera que nos conduce a Polonia y Ucrania el fútbol nos traza el camino hacia una nueva historia en la que nos aguardan momentos únicos por vivir y arquetipos futbolísticos para encumbrar como héroes contemporáneos de nuestra sociedad. Nuevos mitos y nuevos héroes nos esperan ansiosos por reinar en la Vieja Europa…

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Sobre el autor
Mariano Jesús Camacho
Diez años escribiendo para medios digitales. Documentalista de la desaparecida web Fútbol Factory. Colaboré en la web deportiva italiana Sportvintage. Autor en El Enganche durante casi cuatro años y en el Blog Cartas Esféricas Vavel. Actualmente me puedes leer en el Blog Mariano Jesús Camacho, VAVEL y Olympo Deportivo. Escritor y autor de la novela gráfica ZORN. Escritor y autor del libro Sonetos del Fútbol, el libro Sonetos de Pasión y el libro Paseando por Gades. Simplemente un trovador, un contador de historias y recuerdos que permanecen vivos en el paradójico olvido de la memoria.