Italia, año 2013 después de Cristo. Todo el país está dominado por el acontecimiento mediático del día: el partidazo entre Nápoles y Juventus. ¿Todo? No. Un gran estadio en la Toscana resiste, ahora y durante los siguientes 90 minutos, al invasor. Y la vida no es fácil para los aficionados que, en lugar de irse a ver el encuentro más interesante que se puede ver en la actual Serie A, optan por contemplar cómo, a la misma hora, viola y blucerchiati luchan, unos por meterse en Europa, otros por conservar la categoría.

Los cuatro o cinco gatos que prefirieron estar pendientes del Artemio Franchi vieron pronto recompensado su sacrificio. Porque en el campo estaba Giuseppe Rossi, un chico de Nueva Jersey tan italiano como Joe Di Maggio y con tanta pegada como Rocky Marciano. Tras apenas un cuarto de hora jugado, Pepito ya había metido dos goles; el primero, transformando con mucha sangre fría un penalti extrañísimo, en el que acabaron por los suelos tanto atacantes como defensores, pero que, tras muchas repeticiones de televisión, parece que sí existió. El segundo, haciendo una obra de arte para cuya descripción se podría derrochar mucha palabrería... pero que es mejor contemplar y admirar con un silencio respetuoso, como se hace en los museos.

Teniendo el partido ya resuelto casi nada más empezar, la Fiorentina pudo permitirse el lujo de aflojar un poco el ritmo, si bien apenas se notó, porque la Sampdoria tenía tanto miedo que, aun por debajo en el marcador, cometió el error de encerrarse en su propia área. Así, las oportunidades seguían llegando única y exclusivamente para los de casa, en especial por medio de Joaquín y de Borja Valero, que, cada uno por un costado, volvían loca a la defensa genovesa. Para que luego digan de Spanish Nápoles.

Otro español, Perico Obiang, era el único que parecía tener ganas de acortar distancias, y no paraba de intentar mover la pelota e incluso, ante la falta de acompañamiento, resolver por su cuenta con disparos lejanos. El resto, sencillamente, no estaba, y viendo la clasificacion y los últimos resultados, tampoco se le esperaba. Los toscanos no tuvieron problema alguno para mantener el dominio y llegar al tiempo de descanso sin apenas haberse cansado.

Descansar después del descanso

Al principio del segundo tiempo fue otro el que quiso asumir el protagonismo: Juan Guillermo Cuadrado. Agarró la pelota, se puso a regatear, a dar pases, a tirar desmarques, a disparar desde lejos, a dar, en definitiva, una clase magistral de juego bonito y efectivo. Los defensas de la Samp estaban tan desesperados con él que la única forma de pararle que encontraban era a patadas. Por una de ellas se llevó tarjeta Gentsoglou, que fue sustituido por Wszolek, quien vino a sumarse a Krsticic para demostrar que si bien los ligures no son el mejor equipo del país, sí que pueden presumir de estar entre los más difíciles de pronunciar. Y eso que Bjarnason seguía en el banquillo.

El 2-0 se antojaba muy corto, si bien gran parte de la responsabilidad de que no creciera la tenía Angelo da Costa, portero brasileño tan irregular como todos sus compatriotas en esa posición, que hoy tenía el día bueno. Lo demostró, entre otras intervenciones, con un paradón a un potente disparo de Mati Fernández. El chileno no aportó mucho más hoy, presumiblemente abrumado con el despilegue ofensivo de algunos de sus compañeros. Tampoco hizo gran cosa en la segunda mitad Joaquín, que le acabó dejando su hueco a Vargas (aquel chico peruano al que decían que quería el Barça cuando acabó fichando a Alexis pero que acabó en el banquilo e incluso cedido en el Genoa, ¿se acuerdan?). En general, nadie estaba haciendo nada de interés y los bostezos comenzaban a aflorar.

En una de estas ocurrió lo impensable: la Sampdoria, pese a todo aún viva, lanzó un contraataque. Fue algo tan sorprendente que ningún defensa de la Fiorentina lo podía prever, así que a nadie se le ocurrió la manera de parar a Éder. Asimismo, no había plan de emergencia por si al delantero brasileño se le ocurría darle la pelota a Gabbiadini y a éste le daba por superar a Savic y chutar a portería. Mucho menos, qué osadía siquiera imaginarlo, se planteaba nadie que Neto llegara a tocar el balón, pero no lo suficiente como para pararlo. El bofetón en el ánimo que se llevaron los viola al mirar el marcador y ver que todo eso había ocurrido de verdad fue tan brusco que les dejó bastante atontados durante el resto del partido.

Tanto, que a punto estuvo de verse enseguida el empate. Éder siguió incordiando, Wszolek dejó ver que no sólo es un nombre difícil sino también un extremo con cierta calidad, y el portero de los de casa tuvo que trabajar más en cinco minutos que en la hora y cuarto anterior. El polaco tuvo la oportunidad de marcar un gol casi tan bueno como el de Rossi, pero se le desvió el chut medio metro. Más o menos la misma distancia que le faltó al cabezazo de Mustafi en un córner para acabar en la escuadra. De pronto la Fiorentina se veía desbordada por un rival que, en realidad, no disponía de demasiados recursos, pero que acababa de encontrar el coraje que vaya usted a saber dónde tenía guardado hasta ese momento.

Si no llegó el 2-2 fue, precisamente, por las carencias dorianas (uno no tiene sólo 9 puntos en 12 partidos por casualidad), sumadas a la muy discutible decisión del otro Rossi, don Delio, de profesión entrenador, de tratar de dar poderío atacante a los suyos metiendo a un nueve como Pozzi... pero quitando a otro más contundente, como Gabbiadini. De ser otro el cuadro visitante, el desenlace habría sido bien distinto. Porque la Fiorentina, un equipazo con jugadores que rebosan talento y que además combinan muy bien entre sí, sufre una tendencia alarmante al conformismo: se cree que con trabajar un poco al principio es suficiente, luego se relaja, se duerme, y llegan los disgustos. Eso es lo que causa que, aun teniendo calidad para que la diferencia fuera menor, la Champions esté a cuatro puntos, y el liderato, a ocho.