Miles de artículos de periódico, incontables páginas web y hasta algún que otro libro se ha escrito sobre la mística de los derbis, en general, y del de Roma en particular. Desde los orígenes de los tiempos (léase 1927) la Asociación que lleva el nombre de la ciudad y la Sociedad bautizada como la región que la rodea no se pueden ni ver, por motivos que van mucho más allá de la pura rivalidad deportiva. No es ahora el momento de hacer una exposición detallada de los motivos, porque poco se puede aportar que no se haya dicho ya; basta decir que, salvo la posible excepción del Genoa-Samp, es difícil ver en toda Italia (y en buena parte de Europa) un enfrentamiento donde la rivalidad sea tan furibunda.

Esto explica las ansias con las que unos y otros, deseosos de agradar a sus respectivas curvas, saltaron al césped del Olímpico en el que, diga lo que diga el calendario, ninguno termina de ser ni local ni visitante. En los primeros minutos se impuso el respeto excesivo al rival: más que clavar las garras o los colmillos, importaba evitar llevarse un bofetón tempranero que acabara de un plumazo con las esperanzas de media ciudad. Disparos lejanos de uno y otro bando, sin precisión, y mucho centrocampismo son el balance de un primer cuarto de hora que amagó con arrancar algún bostezo.

En esto, a Felipe Anderson le dio por ponerlo todo patas arriba. El extremo brasileño, todo un desconocido hasta hace apenas un par de meses, se encuentra en un estado de gracia: acumula, sin contar los de hoy, cinco goles y otros tantos pases en el mismo número de jornadas. Esta vez le bastaron cinco minutos para mantener su estadística. Empezó aprovechando un contraataque que pilló descolocada a la defensa romanista para, con un toque elegante por encima de De Rossi, dejar a su acompañante un balón franco para sólo tener que empujarla al fondo de la red. Podría haber sido cualquier atacante, pero resulta que el que estaba por allí era Mauri, el capitán, con toda la carga simbólica que eso tiene.

No había dado tiempo a mirar el cronómetro cuando el propio Felipe la volvió a liar. Hombre de piernas casi tan rápidas como su cerebro, aprovechó que la zaga le concedió un par de metros para arma armar su zurda y soltar un misil que atravesó una maraña de piernas y se coló, raso, pegado al poste derecho de un De Sanctis que se tiró tardísimo. En su defensa, eso sí, se puede alegar que sus propios compañeros le tapaban la visión, y naturalmente, que el lanzamiento fue fenomenal.

Un 0-2 con menos de media hora jugada era mucho más de lo que la Lazio soñaba. Y sin embargo, no habría sido extraño que cayera alguno más. La Roma estaba completamente noqueada y no encontraba la forma de reaccionar, más allá de meterse en todas las guerras, algo que no le reportó beneficios y sí alguna que otra tarjeta amarilla. No es sólo que la defensa no estuviera rindiendo a su mejor nivel, sino que había otros jugadores, como Pjanic, Nainggolan, Florenzi o Iturbe, de los que nada se sabía. Incluso se echaba de menos el individualismo de Gervinho, que suele ser estéril pero al menos demuestra una chispa de interés.

Las águilas, por su parte, se consideraban más que recompensadas. Habían sacado la artillería en un momento puntual, pero les había bastado para dejar el encuentro casi encarrilado. No merecía la pena arriesgar más, suponía Pioli. El técnico blanquiceleste veía con satisfacción que su zaga no sufría demasiado, que Biglia y Parolo se bastaban para controlar la medular y que las incursiones de Basta y de Candreva (menos activo que de costumbre pero siempre peligroso) tenían a la Loba muy acobardada.

Conformarse, la peor decisión

Consideraba la hinchada de la periferia capitalina, visto lo visto, que ya había quedado el encuentro visto para sentencia en el descanso. Grave, gravísimo error. Nunca hay que fiarse de una jauría comandada por un genio como Totti, por quien no pasan los años. Tras el intervalo salió la Roma con dos caras nuevas: Ljajic, el hombre con menos sangre de toda la antigua Yugoslavia, y sobre todo Strootman, quien, ya repuesto de su lesión, poco a poco va recuperando el nivel que llevó a que hablaran de él el año pasado como uno de los mejores mediocentros de todo el continente.

Fue precisamente el neerlandés el que, nada más volver al juego, vio el desmarque de Totti y puso un centro cruzado que atravesó el área sin que ningún defensa acertó a despejar. El capitán, al borde del fuera de juego pero en posición legal, demostró que los genios, además de buenos, son listos, y se plantó en boca de gol para fusilar sin contemplaciones a Marchetti. Pero no lo celebró, sino que se fue rápidamente a recoger el balón: los giallorossi aún iban por debajo y quedaba mucha tarea por delante.

Pasaba justo al revés que en el primer tiempo: era la Lazio la que se había desdibujado casi por completo, cediendo la iniciativa a su eterno rival. Tuvo oportunidades, de hecho llegó a estrellar un balón en el poste por medio de Mauri, pero transmitía más sensación de inquietud que de confianza en ganar el partido. Es quizás esa fortaleza mental en los momentos clave lo que le falta al plantel blanquiceleste, que este año está rayando a gran nivel, para plantarse un escalón más arriba en la clasificación. Precisamente, donde está la Roma.

Y la Roma está donde está, entre otras cosas, porque tiene a Totti. Los 38 años los tiene cumplidos, ya no corre como antes, le cuesta aguantar los partidos enteros, pero nadie se atreve a negar que sigue siendo el mejor. Y lo demostró con una nueva maravilla que se sacó de su inagotable chistera: voló para llegar con su pie derecho a un centro larguísimo de Holebas y mandar la pelota, al primer toque, al único lugar donde el portero jamás podría llegar. El Pupone es un genio hasta en las celebraciones: se le ocurrió agarrar un teléfono móvil y hacerse una autofoto, un selfie que dicen los modernos, con la hinchada romanista de fondo, que ya circula imparable por las redes sociales.

Con media hora por delante, aspiraba aún la afición a ver más goles. Especialmente la romanista, que había visto a su equipo recuperarse del durísimo golpe del primer tiempo y nunca desprecia una ocasión para hacer sangre en su aborrecido vecino. Sin embargo, a los jugadores les pesó más el miedo a perder. Ninguno se veía capaz de superar al otro; la Roma despilfarró su inercia positiva metiéndose en peleas y la Lazio capeó el temporal con solvencia. De hecho, en la práctica, lo que estuvo a punto de llegar fue el 2-3, a ultimísima hora, cuando Klose, siempre bien colocado, conectó un zapatazo tras un centro de Candreva que se perdió en un mar de rebotes. El obispo de la ciudad, reconocido futbolero, no estaba presente en el estadio (que se sepa), pero seguro que le han pasado informes para que estudie la canonización de De Sanctis tras su milagrosa parada.

Desafortunadamente, es necesario concluir con otro lugar común: el del "empate justo" que reflejó el marcador al final de los 94 minutos. Aunque sobre el papel los rojiamarillos partían como favoritos, regalaron por completo el primer tiempo y en el segundo no fueron capaces de completar la remontada. Los blanquiazules, justo al revés, no supieron mantener la ventaja que con esfuerzo habían logrado al principio. El público se entretuvo, cada hinchada se lo pasó bien durante un rato, y al final nadie salió herido (más allá de los energúmenos de siempre, que la volvieron a liar en las calles aledañas al Olímpico). El partido fue entretenido, pero ni mucho menos brillante. Quizás lo que quede para el recuerdo, lo que distinga a éste de un derbi más, sean las actuaciones individuales de los dos hombres que dan título a esta crónica.

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Sobre el autor
Luis Tejo Machuca
Mi mamá me enseñó a leer y escribir; a cambio yo le di mi título de Comunicación Audiovisual de la URJC para que lo colgara en el salón, que dice que queda bonito. Redactor todoterreno, tirando un poco más para lo lo futbolero, sobre todo de Italia y alrededores. Locutor de radio (y de lo que caiga) y hasta fotógrafo en los ratos libres. Menottista, pero moderado, porque como dijo Biagini, las finales no se merecen. Se ganan.