1968 fue descrito como el año en el que cambió el mundo. El Mayo Francés, la Primavera de Praga, Vietnam, el movimiento hippie de San Francisco. La consigna ‘La imaginación al poder’, la entrega a un mundo dionisíaco y los arañazos sobre el rostro empolvado de la burguesía preconizaban un cambio a todos los niveles. Ahora, 44 años después los adjetivos adheridos a aquel ilusionante año parecen haber sido excesivos. El mundo no ha cambiado tanto y los protagonistas de aquel tiempo se dividen entre los que acabaron en el ostracismo y los que gozan de una posición agradable dentro del sistema que condenaron.

En octubre de este año dos guantes negros absorbieron todos los flashes reunidos en el Estadio Olímpico Universitario de la Ciudad de México durante la celebración de los Juegos Olímpicos de 1968. Tommie Smith había logrado un nuevo récord mundial de los 200 metros lisos. Una marca de 19 segundos y 83 centésimas que le valía para superar a su compatriota John Carlos, gran favorito de la prueba que se tuvo que conformar con la presea de bronce, y al héroe invitado en aquella imagen, el australiano Peter Norman. Aquellos puños vestidos con guantes negros interrumpieron el himno de los Estados Unidos, recogido por los oídos de las cabezas agachadas de los dos atletas.

Del mismo modo que el año en que sucedió, el acto de Tommie Smith y John Carlos sacudió la conciencia estadounidense a la vez que introducía en la retina del mundo entero las primeras imágenes  del aquel movimiento denominado Black Power para después quedar relegado a una bonita foto de unos tiempos de cambio. Sus protagonistas pagaron durante años el precio de un instante. El precio de escaparse de la norma de un país con un gobierno crucificado por una guerra no respaldada por la población y un estrato de la sociedad que, sobre el reflejo de su pasado como esclavos, reclamaba ahora lo que consideraba suyo eligiendo entre la sonrisa y el puño.

Aquella imagen cayó en el momento oportuno. Los Juegos Olímpicos de México 68 fueron los primeros en retrasmitirse vía satélite en directo para el mundo entero. Así, millones de personas pudieron quedarse atónitos ante el salto de altura de Dick Fosbury, emocionarse con la remontada del mexicano José Pedraza empujado por el aliento de 60.000 almas al entrar en el estadio  hasta conseguir colgarse el oro al cuello, contemplar como Enriqueta Basilio se convertía en la primera mujer en encender el Fuego Olímpico y oír hablar de las primeras pruebas antidopaje sin entender muy bien en qué consistía aquello. Pero sobre todo fue la imagen de aquel grito sordo de una raza en forma de puño enfundado en un guante negro lo que se coló en el imaginario de la gente.

Sus protagonistas pagaron durante años el precio de un instante

Pero como cualquier historia, aquel acontecimiento suponía el siguiente eslabón de una cadena de sucesos aparentemente inconexos. Diez días antes del comienzo de los Juegos México se despertaba bañado de sangre. El 2 de octubre miles de estudiantes, profesores  y trabajadores en general se concentraban en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para protestar contra el nivel de vida y la falta de libertades que la vorágine del progreso impuesta por el presidente Gustavo Díaz Ordaz había provocado. A las seis de la tarde, los habituales disturbios tornaban en locura, y el Ejército ayudado por el grupo paramilitar Batallón Olimpia irrumpía en la plaza provocando una cifra de muertos que nunca salió a la luz. El Gobierno, ante la mirada internacional sobre un país que se encontraba a pocos días de albergar unos Juegos Olímpicos y que sería sede también del Mundial de Fútbol de 1970, calificó los hechos de “altercados”, cifrando el número de muertos en torno a unos veinte exaltados radicales. En 2005 una investigación de la BBC reveló la vinculación de la CIA en la matanza, elevando el número de muertos a una cifra que oscilaba entre los 400 y los 700.

El presidente Díaz Ordaz, tras conseguir taponar la salida de cualquier información escandalosa sobre la barbarie, protagonizó lo que con el paso del tiempo se ha convertido en una de las muestras de cinismo más grandes de la historia reciente, celebrando el día de la inauguración de los Juegos con un bucólico discurso en el que describía la cita deportiva como “Las Olimpiadas de la Paz”. Pocos de los millones de primerizos telespectadores entendieron el vuelo de una cometa negra al lado del palco presidencial, un ‘papalote’ negro lanzado por un grupo de manifestantes.

Sin embargo, al igual que el Mundial de Argentina de 1978 o las Olimpiadas de Berlín de 1936, en México 68 el deporte pareció volver a levantarse ante las injusticias mediante la creación de leyendas e imágenes que golpearon el plexo solar de aquellos que pretendían tapar su vergüenza bajo iconos y atriles.

Dos guantes negros

La década de los sesenta en los Estados Unidos se reconoce hoy como una de las páginas principales de la crónica de la lucha antisegregacionista afroamericana. La apariencia aperturista de los gobiernos demócratas de Kennedy y Lyndon B. Johnson convivió con el aspecto más amable de la revolución social negra protagonizada por Martin Luther King al frente del Movimiento por los Derechos Civiles al mismo tiempo que grupos minoritarios se radicalizaban, consiguiendo hacer más ruido del deseado por parte de la comunidad negra que perseguía una integración progresiva y pacífica. Personajes y organizaciones como Malcolm X y La Nación del Islam utilizaban la exaltación y fomentaban el odio hacia el ‘diablo blanco’ a la vez que conseguían la simpatía de grandes rostros del momento como el campeón de los pesos pesados Muhammad Ali. Su dogma se resumía en conseguir un nacionalismo negro por la vía más rápida posible. Sin embargo aquel cuadro comenzó a emborronarse sustituyendo los colores de la búsqueda de la libertad y los derechos por otros más próximos a los intereses creados y las luchas fratricidas. El odio produce odio. Y del mismo modo que Malcolm X era asesinado en 1965 por los que antes habían sido sus hermanos, Luther King moría de la misma forma en abril del 68 abatido por los disparos de un segregacionista blanco en lo que después se revelaría como una conspiración que salpicaba al propio Gobierno.

El camino pues ya estaba marcado cuando Tommie Smith y John Carlos, dos estudiantes de la Universidad Estatal de San José con gran futuro en el mundo del atletismo se adherían al Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos (OPHR) un movimiento que buscaba dilapidar las barreras raciales latentes en el deporte de la época, y más aún en el centro del Comité Olímpico Internacional, donde su entonces Presidente, Avery Brundage, pasaría a la historia bajo una sintomática sospecha de nazismo tras no hacer referencia alguna a los atletas judíos asesinados en la Masacre de Munich de los juegos del 72.

El plan era simple. Eran los dos mejores atletas de su categoría y debían ganar, después cada uno de ellos se enfundaría los guantes negros y elevaría el puño en señal de protesta por el clima racial de su país. Pero aquella imagen contaría con la aparición inesperada del australiano (y blanco) Peter Norman. La medalla de plata se colaba en el escenario diseñado para cerciorar al mundo entero del descontento de unos hombres que eran aplaudidos por su país cuando sus hitos los aupaban hasta el lugar más alto del podio pero que los marcaban como diferentes cuando salían de la pista de atletismo. La respuesta de Norman no pudo ser más inesperada cuando decidió acompañarles en el podio luciendo en el pecho la misma insignia del OPHR que lucían Smith y Carlos. Incluso llegó a aconsejarles compartir el par de guantes cuando Carlos se percató de que se había olvidado los suyos en la Villa Olímpica.

El COI preparó entonces su réplica. Brundage obligó a la delegación americana a expulsar a los dos atletas de los Juegos bajo la amenaza de descalificar a todo el combinado nacional. Al ser recibidos en su país, la prensa no tardó en vincularles con el grupo de 'Las Panteras Negras', un nuevo colectivo radical nacido de las ideas más bastas de Malcolm X. El ostracismo tomó entonces su forma más dura en la vida de los dos campeones. La mujer de Carlos acabó suicidándose atormentada por haber sido ella quien comprara los guantes que hoy les han hecho eternos.

Aquella imagen contaría con la aparición inesperada del australiano (y blanco) Peter Norman

Tanto los dos atletas afroamericanos como su cómplice australiano fueron separados de la disciplina olímpica de sus países. Ninguno de los tres volvería a competir bajo el Fuego Olímpico y pasarían años hasta que consiguieran ser aceptados en cualquier empleo, privando al deporte de los hombres protagonistas de unas marcas que no se superarían en un acontecimiento olímpico hasta doce años más tarde. El deporte estadounidense también se vería mermado con su baja, ya que las 107 medallas logradas en México 68 no se podrían superar hasta Los Ángeles  84. El paso del tiempo reconstruyó parte de la herida por medio de varios reconocimientos y la inclusión de Smith y Carlos en el staff técnico de sus países casi veinte años después a la vez que Australia reconoció la labor de Norman invitándole a ser uno de los portadores de la Antorcha en su periplo hacia Sidney 2000.

Sin embargo, al igual que todos los acontecimientos de aquel convulso 1968, los actos de estos tres hombres acabaron convirtiéndose en el escaso recuerdo que guarda una imagen impactante*.

*Norman murió en 2006, su féretro fue transportado por sus dos compañeros en el podio. Carlos colabora activamente en el movimiento Occupy Wall Street. Smith se vio obligado a vender su medalla en 2010 acuciado por las deudas.