A Rory McIlroy le van los retos. Y cuanto más difíciles sean, mejor. Lo de la presión no parece ir con él. Primero le hizo ganar 220.000 euros a su progenitor por una apuesta en la que había predicho que su hijo ganaría el British Open antes de cumplir los 26. Lo consiguió en 2014, con 25 años, en su última oportunidad. Pero al número 1 del mundo aún le quedaba algo por hacer antes de superar el cuarto de siglo. Desde que el pasado mes de agosto ganara el PGA Championship, tenía ante sí la posibilidad de convertirse en el tercer golfista de la historia que logra llegar a las 10 victorias con 25 años. Y nuevamente lo hizo en la última ocasión, justo un día antes de su vigesimosexto aniversario, conquistando el WGC Cadillac Championship.

McIlroy fue de menos a más en el torneo. Empezó ganando a un errático Jason Dufner haciendo un solo birdie en 14 hoyos, y en la segunda jornada ya tuvo que llegar hasta el 18 para doblegar a Brandt Snedeker. Pese a que hasta entonces todavía no sabía lo que era ir por debajo en el marcador, lo cierto es que eso se debía más al desacierto de sus rivales que a su buen hacer. Todo fue un camino de rosas hasta que llegó su duelo ante Billy Horschel. Quien saliera vencedor de ese partido accedería a dieciseisavos de final.

Y las cosas se le torcieron muy pronto al norirlandés. Comenzó perdiendo el primer hoyo y fue a remolque de su oponente durante todo el enfrentamiento -a excepción del hoyo 5, en el que consiguió empatar momentáneamente. De hecho, llegó al tee del 17 contra las cuerdas: dos abajo y dos por jugar. Estaba más fuera que dentro, cuando, otra vez in extremis, sacó su magia a relucir embocando un putt de ocho metros para birdie que llevaba el duelo al 18. Allí conseguiría un nuevo birdie para extender el partido. Tras continuar el empate después del primer hoyo extra, todo se decidiría en el vigésimo agujero, donde Horschel no logró igualar el par de Rory, de modo que el número 1 salvaba su primer match ball. Y este no sería el último.

Tras una exhibición en dieciseisavos ante Hideki Matsuyama -con seis birdies en 13 hoyos-, McIlroy se las tuvo que ver con el inglés Paul Casey en cuartos de final. Y nuevamente estuvo con un pie fuera del torneo. El norirlandés llegó uno abajo al 17, pero un regalo de Casey tras fallar un putt de par de menos de dos metros devolvió el empate al duelo. Ninguno de los dos hizo el birdie en el 18, de modo que hubo que recurrir a hoyos extra para dilucidar el vencedor. Tras dos agujeros de tanteo, en el tercero llegó la primera oportunidad de cerrar el partido. Pero Casey volvió a perdonar fallando otro putt de menos de dos metros. El desenlace tuvo que esperar a la mañana siguiente por falta de luz, y a la primera, con un birdie en el cuarto hoyo extra, McIlroy acabó con el inglés.

En semifinales, ante Jim Furyk, el número 1 del mundo se vio en las mismas que ante Casey: uno abajo con dos hoyos por jugar. Nuevamente al límite. Y nuevamente sacó lo mejor de sí mismo cuando más lo necesitaba. Primero ganó el 17 tras un magnífico golpe desde el tee que dejaba el birdie prácticamente hecho. Y luego se sacó de la chistera un eagle en el 18 después de embocar un magnífico putt de más de 13 metros para sentenciar el partido. La final ante Gary Woodland ya no tuvo tanta historia. McIlroy fue por delante desde el hoyo 4, y pese a no sacar a relucir su mejor golf, no tuvo problemas para sellar su victoria por 4 & 2.

El día en el que igualó un récord de Tiger Woods, McIlroy recordó, por momentos, al mejor Tiger. Ese jugador que no daba nada por perdido y que aprovechaba el mínimo resquicio para acabar con sus rivales. Ese que metía putts imposibles cuando todo parecía sentenciado. Ese que marcó una época. Y Rory, con 26 años recién cumplidos, va camino de hacer lo mismo. Incluso, quien sabe, de superarlo. El tiempo lo pondrá en su lugar.